4.10.08

Una historia de La Sabana


Desde que podía recordar, Aamori siempre había visto aquella acacia en medio de la casi nada que se extendía a kilómetros a la redonda de su poblado. En medio de aquel montón de hierbajos desperdigados, su acacia siempre había estado en pie, aguantando las estaciones lluviosas que parecían querer anegar La Sabana hasta que, de repente, el Sol implacable volvía a agrietar la tierra como sacándole las viejas cicatrices.

Mukantagara, la madre de Aamori, le contaba viejas historias de La Sabana, donde las acacias y los leones eran protagonistas de maravillosos cuentos que, con el tiempo, se volvían lentamente leyendas hasta convertirse en las narraciones casi novelescas que Aamori reconocía como la verdadera historia de su hogar.

Cuando era niña, Aamori acudía a la acacia sólo para perderse en sus pensamientos, protegida por su sombra alargada. Con el paso de los años, acudía a ella para perderse, simplemente.
Algunas veces subía a la acacia y oteaba la llanura desierta, silenciosa, reverberante bajo el calor implacable del Sol. Le gustaba esperar con emoción y miedo la aparición de algún león en busca de algo que cazar. Esperaba que no apareciera con demasiada hambre porque entre los habitantes de la zona y los animales de La Sabana se había desarrollado una apacible convivencia casi desde siempre. Pero su padre, Ambokile, le había advertido que la naturaleza era siempre más fuerte que la voluntad.
Había visto muchas veces las carreras de los enormes felinos tras una gacela o una cebra, a la que daban caza implacable y devoraban furiosamente. Había visto huir, escondida tras las pequeñas selvas crecidas milagrosamente tras la estación húmeda, a los rinocerontes de casi dos toneladas temerosos de los guepardos hambrientos. Sobre su acacia, había saludado alegremente a los grupos de jirafas de cinco metros de altura, que caminaban pacientes, moviendo la cabeza como al ritmo de alguna música imaginaria.

Después de algunos años, las cosas en el poblado de Ambokile, Mukantagara y Aamori habían cambiado. Habían arrasado su antigua casa sin explicaciones y algunas familias blancas se habían instalado en bonitas casas construidas en lo que fue su hogar durante los 19 años que tenía Aamori cuando eso ocurrió. Su padre, que había sido siempre cultivador de grano, pasó a ser lo que ellos llamaban un "mucamo", un sirviente negro en casa de los blancos. Les habían construido una pequeña choza a él y su familia anexa a la casa donde trabajaba desde que amanecía hasta bien entrada la noche. Aamori lavaba la ropa blanca y fina de las camas de los nuevos señores. Mukantagara era cocinera, afanada en aprender las recetas que exigían sus amos y Ambokile, vestido con unas ropas que Aamori detestaba, era el criado encargado de servir y pasear a la familia, que vivía como en un Safari constante, disparando a todo lo que se movía y fotografiando a los animales, que huían despavoridos al ver aparecer aquel monstruo de hierro con ruedas que rugía y levantaba polvo por donde quiera que pasaba.

Aamori siguió acudiendo a su acacia siempre que podía. Temía que algún día dejara de existir. Era para ella un símbolo de lo que había sido su vida antes de la llegada de todo lo que había traído aquella gente que no le gustaba en absoluto.
Una tarde, paseando distraída, oyó no muy lejos de donde se encontraba unos rugidos agudos, desordenados, parecían casi maullidos. Se acercó al lugar de donde provenían y encontró a cuatro crías de león revolviéndose unas sobre otras, intentando caminar torpemente. Se dio cuenta de que tenían hambre y sed. Con los blancos cazando cerca, los padres habían dejado a los pequeños escondidos entre unos árboles y habían iniciado el largo camino que ahora tenían que recorrer para cazar, dejando temerosos a sus crías mientras ellos regresaban exhaustos para poder alimentarlos.
Aamori se dio una buena carrera hasta la casa de sus señores, de donde robó desesperadamente leche de la nevera, agua que metió en la bolsa de piel donde solía llevarla y unos filetes tiernos que tenían frescos para la cena de ese día y salió corriendo de nuevo hacia el escondite de los pequeños leones hambrientos, sin poder pensar siquiera en la buena reprimenda que le caería esa noche por robar la comida a sus señores.
Los fue tomando en sus brazos uno a uno, sentada entre los árboles, dándoles leche mientras los otros maullaban nerviosos esperando su turno, subiéndosele a las piernas, intentando treparle por la espalda, juguetones. Luego fue partiendo pequeños trozos de carne, masticándolos ella misma primero hasta que lograba triturarlos y los introducía con cuidado, en trozos minúsculos, en las boquitas hambrientas. Se ponía agua en la palma de una mano y los pequeños la lamían suavemente. Luego dejaron de rugir y jugaron graciosos, panza arriba, hermanos con hermanos, dando saltitos a su alrededor, sin miedo de la extraña que estaba sentada a su lado.
Con aquella visión se pasó largo rato, abstraída del tiempo que pasaba lentamente.
De repente, oyó un movimiento a su alrededor. Notó cómo algo aplastaba las hierbas y movía los arbustos que rodeaban los árboles y se sobresaltó. Allí estaba: un león enorme, con el hocico y la piel manchados de sangre, mirándola fijamente, echando una mirada fugaz a sus crías para volver a mirarla con los ojos penetrantes. Tenía una cicatriz que le cruzaba verticalemente uno de sus ojos, como recuerdo de alguna sangrienta cacería o de alguna pelea con cualquiera de los machos, pelea que, obviamente, había ganado el león que la miraba ahora. La leona apareció por detrás de ella, con un rugido que la aterrorizó. Un ejemplar bellísimo, de grandes dimensiones, del color mismo de la tierra que rodeaba su antigua casa.
Los dos leones se fueron acercando, estrechando el círculo entre ella y sus cachorros y lamieron a sus crías unos segundos. Luego la miraron de nuevo. Aamori, aterrorizada, se levantó lentamente sin quitar la mirada de los dos felinos enormes que la vigilaban a cada paso que daba, y empezó a retroceder hasta salir de la zona de árboles. Sin pensarlo mucho, echó a correr, mirando hacia atrás de vez en cuando para, horrorizada, comprobar que los leones la seguían. Si ella paraba, los leones paraban a distancia. Si reanudaba el camino, los leones lo reanudaban también.
Cuando llegó a la choza, antes de cerrar la puerta, volvió a echar la mirada atrás. Allí estaban, a unos treinta metros de la casa, titubeantes, hasta que se dieron la vuelta y desaparecieron caminando lentamente. Esa noche le costó dormir, pero la ternura de las crías la envolvió hasta que cayó en un sueño profundo y nervioso.


Pasaron unos días de aquello y todo volvió a la normalidad para Aamori, que siguió dando sus paseos vespertinos hasta la acacia. Un tarde, sentados en la choza, Ambokile, Mukantagara y Aamori charlaban tranquilamente cuando oyeron el grito histérico proveniente de la casa. Era sin duda la señora quien gritaba.
Salieron corriendo y la vieron paralizada en el porche, mirando llena de pavor hacia un león que estaba entre la casa y la choza. Tenía el hocico cubierto de sangre y, dando vueltas nervioso, arrastraba algo grande y pesado entre sus dientes que, inerte, dejaba un rastro de sangre en la tierra. Aamori se adelantó con la boca abierta, abriéndose paso entre sus padres.
Mukantagara, presa del pánico, sólo pudo taparse la boca cuando vio a Aamori acercarse al león.
Aamori había reconocido la cicatriz vertical sobre el ojo. Ya casi se había olvidado del susto, que había ocultado a sus padres y, aunque ahora estaba temblando, se le acercó. El león, cabizbajo, arrastrando la carga, muy despacio, empezó a acercarse a Aamori. Lo que llevaba entre las fauces era una gacela. Parecía de trapo, moviéndose levemente a cada paso que el león daba hacia la chica. Titubeante, el león se le acercó más... Miraba fugazmente a la dueña de la casa, paralizada en el porche y a los padres abrazados de Aamori aterrorizados delante de la cabaña. Luego daba otro paso más, hasta que quedó frente a la joven. Soltó la gacela ante ella, bajando la cabeza. Al alzarla de nuevo, miró a Aamori, que ya sin miedo sonreía ante el enorme felino. Ya se había dado cuenta de todo. El enorme león de la cicatriz le estaba dando las gracias por alimentar a sus cachorros aquel día en que tenían hambre y sed. Ésa era su manera de darle las gracias, intentando devolverle el favor.

El silencio contenido de los que contemplaban la escena hizo eterno los cuatro segundos que tardó Aamori en arrodillarse a tocar la gacela, asintiendo amablemente al león, que echó a correr y desapareció dejando pequeñas nubes de polvo tras de sí.


(A veces ni los cuentos más hermosos ni las leyendas más mágicas pueden superar la grandeza de la realidad. Al menos de algunas realidades donde los seres humanos aún no son el enemigo de todo lo que le rodea. Por increíble que parezca, esta historia es cierta. Ocurrió en algún lugar de La Sabana africana. Y yo tuve la suerte de escucharla).

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