30.9.07

Los pensamientos de una noctámbula


Cuesta pensar mientras el día transcurre entre ruidos, vientos, pasos, cruces, escaleras, café, televisión… Pero no cuesta nada cuando llega esta hora mágica en la que el mundo duerme, en la que los vientos dejan de soplar y, si soplan, siempre dicen algo mientras se cuelan silbando entre las rendijas de las puertas y ventanas de casa. Las escaleras descansan de pasos y pesos ajenos, los cruces se quedan cruzados de brazos, el café está frío y pierde toda esperanza de mantener despierto a alguien, la televisión gime de pena porque sólo sirve como ruido de fondo a los soñadores de playa, viajes, amor y fortunas encontradas que tendrán que levantarse mañana temprano y recordar su sueño para poder seguir adelante. Es en esa hora cuando los pensamientos, sabedores del silencio que los rodea, aprovechan para decirte las cosas que se han callado durante el día; saben esperar, son pacientes, como el preso dócil y resignado que sabe que su reclusión acabará; tarde o temprano, pero acabará. No necesitan gritar, no les hace falta imponerse: saben perfectamente que les llegará el momento propicio para hacerte saber que están ahí, que necesitan que los escuches.
No siempre han tenido un buen día y, como el niño enfadado le da un beso fugaz a su padre en la mejilla antes de darse la vuelta en su camita y dormirse, algunos pensamientos nos dan también ese beso insípido, con sabor agrio y se meten en la cama contigo dándote la espalda. Pero las otras noches, en las que te acarician, se sientan a tu lado, te sonríen y te explican que han venido a ayudarte… esas noches, como la de hoy, recuerdo por qué me hice noctámbula y dejé el sueño para los que no se soportan despiertos. Mañana es domingo, ya dormiré cuando el mundo se desperece y empiece a refunfuñar.
Estoy rodeada sólo de la noche, del humo del tabaco que baila lentamente delante de mis ojos y de la pantalla del ordenador. Ni siquiera he puesto la música, no quiero que nada me distraiga del silencio de este momento, sólo roto por el ruido de las teclas y por el sonido lejano de alguna verbena de barrio.
Mis pensamientos me dicen hoy que es hora de quitar tapones al corazón, de destapar el alma, de abrir espacios por donde el aire pueda volver a entrar. Mis pensamientos me cuentan hoy que soy valiente, que también los reyes se sienten solos; que los héroes también lloraban y tenían miedo antes de las batallas; que todas las obras maestras fueron un trazo inicial antes de convertirse en el cuadro, una sola nota antes de componer esa sinfonía irrepetible, una palabra antes de acabar la primera frase de un libro magistral.
Hoy tengo miedo, como ese héroe que dio la cara aun después de muerto, necesito creer que soy la primera nota en una sinfonía de Beethoven, quiero pensar que soy una mancha de pintura en un lienzo que mañana será cualquier Velázquez, que hoy soy la palabra “En” que precede a “un lugar de La Mancha” en el Quijote. Quiero pensarlo porque tengo miedo. Quiero pensar que mis planes más cercanos van a salir bien, que toda esta tormenta cerebral me va a llevar a una calma vital que llevo buscando desde hace tiempo. Tengo que liberar viejas ideas que luchan por no extinguirse y cuyas heridas de guerra sufro siempre yo.
Mis pensamientos me acompañan esta noche, me guiñan el ojo y me dan la razón. No me niegan el saludo, no me llevan la contraria, me dan una palmadita en la espalda para animarme. Por eso no quiero acostarme todavía, quiero seguir escuchando los ruidos de la noche, quiero seguir observando esa luz tan extraña en el cielo que veo muchas noches y que nunca sé lo que es. Hoy ni siquiera me da miedo, ni me parece tan rara. Creo que voy a encenderme otro cigarrillo y voy a observar todas y cada una de las luces que se pueden ver desde aquí. Y mañana empezaré a escribir mi libro, a pintar mi cuadro, a componer mi sinfonía... Mañana...
(Gracias los que han estado conmigo en estos días tan difíciles que he pasado últimamente y gracias a los que seguirán cuando mis pensamientos se vuelvan a enfadar conmigo. Dedicado a Judith, a Raquel, a Doramas, a Manolo y a Ruth. Gracias por prestarme el lápiz, el pincel y la batuta)

si rabona, bien ara...


El agricultor llevaba ya tiempo sin oír prácticamente nada de lo que le decían; la sordera se había cebado en él y lo llevaba con resignación. Lo que no llevaba tan bien eran los comentarios repetidos una y otra vez sobre el tamaño del rabo de su vaca aradora. Era cierto que la vaca tenía un rabo algo más grande de lo normal, pero es que no pasaba desapercibido para nadie.




Una mañana, como otra cualquiera, estaba con su vaca arando en sus tierras y vio venir a un vecino por el camino que llegaba a su plantación. El vecino levantó la mano para saludarlo y se le acercó para hablar con él. Aquella mañana se había levantado con ganas de cháchara, le apetecía pasear y echar un vistazo a los cultivos de sus vecinos, pasar a ver los animales, en definitiva, vivir una plácida mañana en compañía de quien quisiera darle conversación.




El agricultor lo abanó con la mano y siguió dando empujones al arado mientras animaba a la vaca con sus conocidos sonidos guturales y sus chasqueos con la lengua, mientras ya imaginaba lo que su vecino venía a decirle: que "cacho rabo tiene la vaca, cristiano", así que, por el rabillo del ojo, lo vio sentarse en una piedra, quitarse el sombrero, rascarse la calva y volvérselo a poner.




El vecino empezó con su conversación. Advirtió que los calores no eran normales para esa época del año; le explicó que tenía unos dolores en "las espaldas" desde hacía algún tiempo que lo tenían "jeringao" y que la nietilla chica iba para la universidad ese año. Pero al darse cuenta de que el agricultor no le respondía, silbó y preguntó en voz alta: "¡¿Usted me oyó, cristiano?!"


El agricultor, que lo único que había podido escuchar había sido el agudo silbido, se volvió hacia él con aire cansino y, después de secarse el sudor que le mojaba la frente, le respondió: "¡Si rabona, bien ara!"




El vecino, perplejo, se levantó de la roca y fue a buscar conversación a las tierras de al lado...

12.9.07

El pago


Existía un restaurante que hacía comidas muy ricas. El cocinero del local era una persona muy avara, pero hacía las mejores comidas de la ciudad.

Fuera del restaurante solía pasar un mendigo que pasaba mucha hambre y, tan sabrosas eran las comidas del restaurante que, por la puerta de atrás, salían los olores de las cocinas, así que el pobre mendigo se conformaba con oler aquellos maravillosos humos y sentía cómo el hambre se saciaba.

Un día, el cocinero vio al mendigo en la puerta de atrás con los ojos cerrados, insiprando el olor que salía de su cocina y vio cómo aquel pobre hombre sonreía y se tocaba el estómago satisfecho. Así que se enfadó y le pidió que le pagara ya que, al fin y al cabo, le estaba saciando el hambre. El mendigo no salía de su asombro y vio cómo el cocinero se daba la vuelta muy enojado. Llevó la mano a su bolsillo, sacó las pocas monedas que le habían dado ese día y las tiró al suelo. El cocinero se dio la vuelta al oír el tintineo metálico de las monedas chocando con el suelo, pero sólo alcanzó a ver cómo el mendigo recogía la última moneda y la metía en su bolsillo de nuevo con el resto. Lo miró intrigado y el mendigo, lleno de amargura le preguntó: "¿Oíste el dinero?" a lo que el cocinero respondió "Sí, he oído el tintineo de las monedas" . El mendigo se puso su raído sombrero y le dijo: "Pues ya estás pagado". Y emprendió de nuevo su camino después de una pequeña reverencia sin volver la vista atrás.
(Esta historia me la contó Mandy una tarde de sol en nuestro "cuadrado" de la piscina de Sambrano. Guardo esa tarde de sol y esta historia como un tesoro)