13.12.08

Una historia de la Guerra Civil


César no sabía cuánto tiempo había pasado corriendo desde que le habían dado el "alto" aquellos soldados que habían entrado al pueblo esa tarde. Emprendió la carrera por las calles del pueblo hasta salir al bosque y allí tampoco había dejado de correr. Le parecía escuchar el ruido de las botas de los soldados por los adoquines empapados muy de cerca, hasta que se dio cuenta de que llevaba largo rato corriendo entre árboles y que era ya sólo un eco de su memoria. Entonces paró, agotado, con arcadas y una mano en el estómago, apoyando una mano en un árbol mientras sus ojos sólo veían la tierra del suelo, oscurecida por el anochecer. Hacía frío, pero César no sentía un frío humano, sino una gelidez que le atravesaba los huesos, los músculos, los órganos. Tenía la vista nublada, creía él que del cansancio , pero sabía que si respiraba apoyado en aquel árbol un minuto más, ya no sería capaz de volver a emprender el camino.
Así que prosiguió, tambaleándose. Apenas podía ver en la oscuridad que se cernía sobre él y escuchaba en su cabeza el ruido de las botas de los soldados pisando las calles del pueblo, y el tintineo algo grave de las correas golpeando los fusiles al compás de la carrera. No podía preocuparse en ese momento por eso ni por nada, sólo por salvarse del fusilamiento seguro que le esperaba si daban con él. Ya habían fusilado a Ramiro, su amigo y hermano de su novia, Juana. Mientras corría, jadeaba y el frío se le metía en las entrañas, César recordó la noche anterior en que mataron a su amigo y que le parecía ya muy lejana.

Ramiro tenía veintidós años. Había escapado de una muerte casi segura al pasarle una bala rozándole la frente, que le dejó una herida muy grande que intentó curar con una venda que le rodeaba la cabeza y que se ensangrentó rápidamente. Quién iba a decirle a él que esa venda sería precisamente lo que lo llevaría delante del pelotón de fusilamiento tan sólo unas horas después.
Y es que Ramiro se escondió por el pueblo ante la amenaza que se cernía sobre todos los enemigos reconocidos. Los soldados sabían que le habían herido en la cabeza y en un primer momento lo dieron por muerto, pero luego descubrieron que había sobrevivido y comenzaron a buscarlo a él y a los otros fugados, entre los que estaba César.
Ramiro vagó por las calles oscuras, buscando un refugio seguro. Se movía sigilosamente por las calles, vigilando en cada una de las esquinas antes de doblarla. Estaba asustado y únicamente habría querido sentarse en casa, delante del brasero y que todo eso hubiese sido una pesadilla de cualquier noche, que no fuera real. Pero el destino o la mala suerte quiso que, en la noche, la parte que le quedaba limpia de la venda reluciera en la oscuridad y un soldado lo reconociera a lo lejos. Dio la voz y muchos corrieron detrás suyo. Con la herida en la cabeza las fuerzas no eran ya suficientes y le dieron caza apenas dos calles más abajo.
A golpes de culata por la espalda lo llevaron al ayuntamiento, tomado por los soldados, donde se encontró con otros compañeros y amigos del pueblo sentados en el suelo de una pequeña y fría habitación. No tardaron ni una hora en llevarlos al patio trasero y darles muerte.
Ramiro amaneció tumbado en el suelo, en un charco de muchas sangres mezcladas con la venda delatora confundida ahora con la sangre de su propia cabeza y de las que lo rodeaban, fusilados y caídos como macabras marionetas delante del muro salpicado de infinitas gotas rojas y de agujeros, como un cielo lleno de estrellas de sangre.

En todo eso iba pensando César mientras se asfixiaba de cansancio y tiritaba de frío en medio de los árboles. Él había podido esconderse todo el día de la muerte de Ramiro hasta que los soldados empezaron a derribar las puertas de todas las casas. Y fue entonces cuando empezó su carrera para salir del pueblo y llegar al bosque. La fuga no le salvaba la vida, pero en su desesperación, pensaba que no era una muerte tan segura como la que le esperaba escondido donde estaba.
Ya entrada la noche, en medio de un encinar, vio una pequeña casa. Una finca que parecía habitada, pero rodeada de un silencio sepulcral. Vio que la puertecita de entrada estaba abierta, igual que las ventanas, que se veían detrás del enrejado que las protegía, y una luz débil salía de la casita.
Se dio cuenta de que el frío que sentía era un frío de muerte y de que casi no podía ver con claridad la casa que se encontraba a pocos metros. Y supo que estaba enfermo y que ardía en fiebre. Una fiebre que le oprimía los pulmones y le agarrotaba los músculos casi por completo. Entonces se acercó y entró, alerta, pero decidido, a pedir cobijo. Vio que el hombre ya dormía, un quinqué ardía sobre la mesa de noche y alumbraba al hombre tapado hasta la cabeza.
César se acercó despacio y el silencio le empezó a parecer aún más profundol. Intentó ver la cara del hombre que dormía sospechosamente con la puerta y las ventanas abiertas y las arcadas volvieron a atacarle. El olor fétido que provenía de la cama le hizo taparse la boca para evitar el vómito. Destapó bruscamente al hombre, que se mostró boca arriba, con la boca abierta, descompuesta por las comisuras y los ojos abiertos de par en par, llenos de miedo. Tenía las manos agarrotadas, una sobre el vientre, a unos centímetros, en el aire y otra cerca de la cara, como en un movimiento congelado. Vio cómo unos gusanos amarillentos le salían de la piel descarnada del cuello y la sangre pútrida de la camisa era casi negra. Le habían disparado en el estómago y en el cuello y lo habían tapado, seguramente los mismos soldados que luego pondrían rumbo a su pueblo.
La fiebre no le dejaba dar un paso más y se derrumbó. Fue entonces cuando lloró por la muerte de Ramiro por primera vez, por la visión del cadáver de aquel hombre que había muerto lleno de miedo, por el dolor que sentía en el cuerpo, por el frío, por Juana, por la guerra.
Vio que a los pies de la cama había un arcón de madera. El olor del cadáver le subía el vómito hasta la garganta y, sabiendo que no podría dar un paso más, decidió meterse en el arcón para morir de alguna forma que no fuera con varios disparos de fusil delante de una pared.
Abrió la pesada tapa del arcón, sacó la ropa de cama y los manteles que había guardados dentro, lanzándolos al suelo despacio y empujándolos debajo de la cama débilmente con los pies porque no podía ya hacer apenas un movimiento.
Se enroscó dentro, llorando silenciosamente, secándose unas lágrimas que le quedaban en las mejillas con las mangas sucias de la camisa y cerró los ojos. Luego sintió que se iba cerrando su cuerpo... luego su cabeza... y perdió la consciencia.

En el pueblo, los que lograron recuperar a sus muertos, los enterraron. Los que no, siguieron sus vidas con la herida abierta para siempre. Pasó un día. Y otro. Y otro.
Tres días después de los fusilamientos, ni la lluvia había logrado borrar aún los rastros de sangre que salpicaban las calles. Tres días de confusión, de dolor, de pérdida.
Tres días sin que nadie supiera que, en medio del bosque, en una pequeña casa escondida en un encinar, un hombre salía de dentro de un arcón a los pies de una cama donde se hallaba un cadáver putrefacto. Un hombre que había escapado de los fusilamientos y de la fiebre mortal que logró sanar sudando, inconsciente durante tres días dentro de un arcón, en el que se había metido, paradójicamente, para morir.

Un hombre que se llamaba César, que regresó a su pueblo y que vio cómo la maldita Guerra Civil acababa un día primero de Abril de 1939.
César se casó con Juana y tuvieron un hijo, Ramiro.
Ramiro supo de esta historia y, cuando tuve edad de entenderla, me la contó.
Porque Ramiro es mi padre.
Y yo, una nieta orgullosa.
(Dedicado a César y Juana, mis abuelos, que vivían en un pequeño pueblo de Extremadura llamado Helechosa de los Montes, donde ya descansan juntos y a quienes ocurrió esta triste historia, una entre miles, de la Guerra. Y a mi tío abuelo Ramiro, que murió fusilado a los 22 años)