29.11.08

La mirada del ladrón




En mis peores pesadillas no aparecen monstruos salidos del Infierno, ni espíritus venidos del otro mundo. Tampoco es mi gran miedo una plaga de insectos asesinos o un animal mutante de cuatro metros de altura que destruye las ciudades a lo Gozilla.
Yo, al igual que lo que deseo, temo lo que veo cada día. Y cada día veo a personas normales, vivas.

Me advirtieron hace poco que en el pueblo había habido robos de madrugada con allanamientos de morada en tres ocasiones recientemente. Y me asusté. Cualquiera de esas personas normales a las que me cruzo por el día podría haber sido quien entrara en esas casas cuando todos debían estar durmiendo. Ellos, infelices a quienes robaron, se sentían a salvo en casa, como me he sentido yo siempre en la mía. Seguramente cerraron la puerta y dejaron alguna rendija abierta de alguna ventana para que entrara el aire fresco de la noche... y por ahí se coló el ladrón o los ladrones.
O tal vez lleve consigo el allanador herramientas que le faciliten el acceso a las casas de los otros, aun habiendo cerrado puertas y ventanas.

El caso es que yo me asusté. Me asusté mucho. Pero no me di cuenta hasta que me fui a dormir ya entrada la madrugada. Mi oído empezó a captar sonidos que, normalmente y en estado de calma, no habría sido capaz de percibir. Me entró terror. En mi alucinación acústica podía oír los pasos de alguien dentro de casa. La puerta que giraba la llave y se abría. El corazón me latía tan fuerte que podía oírlo con la cabeza enterrada debajo de la almohada.
No sé en qué momento me quedé dormida, pero no cesó la paranoia nocturna y pasé el sueño nada reparador soñando que alguien intentaba entrar en mi cuarto mientras yo lo miraba forzando la ventana desde fuera.
Yo no temo a los muertos, sino a los vivos.
Yo no temo a la muerte.
Creo que cualquier cosa que pudiera pasarme después de que un ladrón entrara en casa, no me aterraría tanto como el momento de oír el ruido inconfundible que no es una alucinación.
Ese momento exacto en que ya sabes a ciencia cierta que hay alguien extraño dentro de tu casa.
Ese momento en que, sin remedio, sales a su encuentro porque, debajo de las sábanas, el terror se suma a la impotencia y los dos te impulsan a enfrentarte al miedo lo más pronto posible.
Ese momento en que me lo encuentro, de pie dentro de mi casa, como si fuera la suya y, sorprendido también él, me mira.
El momento en que el extraño te hace sentir extraña a ti.
Esa primera mirada es lo que me aterra. No lo que pueda hacerme después.
La primera mirada, de sorpresa la suya y de pánico la mía.
Lo que venga después, sea lo que sea, me da igual.
Ésa es mi verdadera pesadilla.

Tengo miedo. No me atrevo a quitar la música de los auriculares para no enfrentarme al ruido nocturno. No me atrevo siquiera a mirar hacia atrás.
No quiero encontrar la mirada de un ladrón.

22.11.08

¿Y si fuera eso?


Tampoco hace falta algo más que respirar el olor del agua salada de Agaete, mientras me dejo llevar flotando en el agua, mirando el cielo azul, limpio y mi piel morena en Noviembre.
Ni más que ver al niño pequeño que pasa y me sonríe sin conocerme, porque sí. Levanta su manita, enseña los dientes y dice "hola" con una espontaneidad que me supera y acabo haciendo lo mismo.
Ni más que el olor a ropa limpia cuando cambio las sábanas de mi cama y me meto en ella.

Tampoco necesito mucho más que el final de un libro. El momento en que me despido de sus personajes con melancolía.
Ni más que levantar el teléfono, marcar el número de mi madre y saber que estará al otro lado. O notar el olor a colonia de mi padre cuando le doy un beso después de días sin verlo.
Ni más que oír reír a mi hermano.

Tampoco echo en falta más que abrir una chocolatina y oler primero el envoltorio, impregnado del olor a chocolate y darle el primer mordisco.
Ni acabar el día de clases y darle la vuelta a la cerradura del aula para regresar a mi casa a ver mi programa favorito.
Ni más que mirarme las puntas del cabello rubias, quemadas por el Sol.
Ni más que escuchar en el MP3 una canción que me encanta mientras camino por el pueblo.

No creo necesitar más que abrir el cajón de los calcetines y ver de cuántos colores los tengo y no saber cuáles de entre todos ponerme.
Ni más que darle un beso a mi mejor amigo al llegar a su casa para quedarme y ver películas juntos hasta que el sueño nos venza.
Ni más que una partida de cartas, con una Coca-Cola light y un bocadillo de pescado con limón.
Ni siquiera creo que más que algo tan simple como saber que lo poco que tengo y que puedo gastar es mío.

Hasta el simple hecho de que sea viernes y yo esté de madrugada escribiendo estas cosas en el ordenador. Que no necesite salir y rodearme de gente porque estoy bien conmigo. Que no eche de menos a nadie a quien no haya visto y besado hoy. Que tenga el tiempo y la calma suficientes para plantearme qué me falta para ser feliz.


¿Que si soy feliz? Creía que no. Pero... ¿Y si la felicidad es eso?
¿Y si sólo fuera eso?


19.11.08

La máquina que detesto


La máquina que detesto, por desconocerla, el ordenador, fue lo que me acercó a él después de más de tres meses sin verlo. Realmente era mi única opción. Recurrí a él y una simple llamada bastó para que me ayudase desinteresadamente. Esa forma que tiene de hacer las cosas, como si no hubiera otra opción, llega a conmoverme.

Apareció en mi puerta con su eterna sonrisa, que nunca sabes si es amable o perversa o una mezcla de ambas cosas y sus atarecos informáticos. Le expliqué brevemente el problema que tenía y se puso manos a la obra.

Allí, sentado frente a mí, en una silla del salón, desenredando cables, cerrando clavijas telefónicas, abstraído en colores y números, me pareció tierno. Miré sus piernas, unas piernas fuertes y perfectas tapadas apenas por su pantalón corto, con los pies apoyados en el suelo en una postura totalmente casual, mientras sus ojos escudriñaban los pequeñísimos cables de dos colores. No pude resistirlo. Me puse de rodillas en el suelo y toqué sus gemelos perfectos, le acaricié las canillas suaves y empecé a besarlo hasta llegar a las rodillas. Sus cuádriceps estaban suaves, pero fuertes y no pude evitar besarlos también.
Lo miré y, mientras seguía enredando cables, más despacio ahora, me miraba, dándome permiso sin decir palabra.
"Lo siento", dije con la cabeza baja volviendo a sentarme en la silla que estaba a su lado. Tampoco dijo nada y volvió a mirar los cables y las clavijas, que ya casi estaban terminadas.
"Bien, vamos a ver si funciona esto", y fue hacia el ordenador, decidido. Se agachó para enchufar algo detrás de la torre y se sentó en la silla para comprobar el trabajo.

Me quedé detrás suyo, a cuatro centímetros escasos de su cuello, apoyada en el respaldo de la silla. Tampoco pude resistirlo esta vez. Su olor volvió a encenderme y acerqué la boca a su oído para decirle en un susurro y de nuevo "lo siento", para besar ahora su cuello, tan suave como sus piernas. Tampoco dijo nada esta vez, pero ladeó su cabeza ligeramente aceptando otra vez mi impulsivo acercamiento.
Pasé mis brazos por su cuello, acariciando el pecho bien formado, en el que imaginaba ese tatuaje que tantas noches me había robado el sueño y, poco a poco, me moví hacia adelante hasta quedarme sentada en sus rodillas y besarlo en la boca, suavemente todavía.
Oí cómo los cables que no había dejado de manejar caían al suelo y me agarraba con una mano por la nuca y con la otra la espalda.
La máquina infernal no dejaba de hacer ruidos, que se mezclaban con mi respiración. Me dieron ganas de apagarla, como tantas otras veces, de una patada firme y oír sólo su respiración y el ruido de las bocas que no se habían estado quietas todavía.
Pasé una pierna por delante del tatuaje aún tapado por la camiseta y me quedé a horcajadas sobre él. Metí la mano debajo de la tela y, aún sin verlo, toqué el tatuaje, adivinándolo, entre unos minúsculos y suaves pelillos que le salían del pecho y marcaban un camino infernal hasta su ombligo. Conocía bien lo que escondía aquella camiseta. Se la quité, volviendo a notar el fuerte olor que desprende siempre su piel, suave, como todo su cuerpo.

Decidí darme un poco de prisa y quitarme mi camisa yo misma. No se negó, ni una sola palabra había dicho al respecto desde que me agaché a besarle las piernas hacía un rato. Sólo desabotonó mi pantalón, haciéndome ponerme de pie y lanzándolo descuidadamente a cualquier lugar que, sinceramente, me traía sin cuidado. Se entretuvo, sin dejar de besarme, en el elástico de mi tanga, hasta que también noté que quería lanzarlo al mismo sitio del pantalón. Y allí me quedé, sentada a horcajadas encima suyo, intentando poco a poco que su pantalón se reuniera con el mío.
Después de tanto tiempo, disfrutaba mucho más de la forma que tiene de hacerlo todo, de agarrarme, de besarme, de respirar, de obligarme sin fuerza a hacer lo que quiere.

Al cabo del rato, me volví de espaldas, volviéndome a sentar sobre él, noté que la nuca me sudaba debajo del pelo y lo levanté. Tenía delante de mí la pantalla encendida del ordenador y puse la palma de una mano sobre ella, notando cómo el pelo me volvía a caer sobre la espalda. No sé por qué tuve el reflejo de tocar la pantalla encendida, tal vez agradecida, tal vez maldiciéndola por haberme hecho entrar de nuevo en aquel infierno al que espero ir si el infierno es eso.

Me agarró el pecho desde atrás y noté su cara pegada en mi espalda y su respiración moviendo levemente mi pelo y le agarré las manos, las separé de mi cuerpo y las besé como había besado sus piernas y su cuello antes.

Cuando noté el fuego que me recorre la columna vertebral justo antes de pensar que voy a desmayarme, dije su nombre con la respiración entrecortada. Y acabé, con la cabeza echada hacia atrás, mientras me agarraba el pelo con una mano y un pecho con la otra, terminado él también con la respiración acelerada y la frente sudorosa en mi costado.


Quizás, ese desenlace que soñé mientras miraba sus piernas y él desenredaba cables y ajustaba clavijas habría sido mucho mejor que el hecho de que arreglara el ordenador y se fuera de mi casa como vino. Con su sonrisa, sus atarecos informáticos y un casto y frío beso en mi mejilla.