3.3.10

Aunque él no lo sepa


Desde la parada de guaguas de la Shell de Tomás Morales vi venir la línea 25, que llevaba un buen rato esperando. A esa hora esperar esa línea es un suplicio y la pequeñísima marquesina de la gasolinera se va llenando de gente impaciente y taciturna que mira al suelo o a los taxis que pasan, probablemente deseando poder permitirse el lujo de coger uno.
Al subir, milagrosamente, encontré un asiento libre y me senté, acomodando el maletín con el ordenador, una mochila con mi ropa y el gordísimo libro en que estaba enfrascada en esos días. Tanta prisa llevaba, que ni siquiera me puse los auriculares, como suelo hacer, para abstraerme de los golpes de tos, las conversaciones en voz más o menos baja, los bocinazos de los impacientes conductores que intentan cambiar de carril o el zumbido de alguna ambulancia. Sólo quería llegar a la hora convenida a Las Arenas, donde me esperaban.
Me senté de espaldas al conductor, así que a cada rato volvía el cuello para mirar por qué había parado la guagua y también por pura impaciencia, como si mirar hacia adelante me hiciera menos largo el trayecto. Manías inexplicables.

Aquel hombre subió en la parada de la piscina Julio Navarro, aunque no lo vi en el momento de subir; encontré su triste figura sentado enfrente de mí de repente. Debía tener casi los setenta o eso aparentaba. Vestía una camisa de botones celeste, un pantalón azul oscuro y unos zapatos negros limpios. Llevaba el pelo blanco bien peinado hacia atrás. Pero tenía la expresión más triste que he visto nunca. Sus ojos azules estaban apagados, las arrugas alrededor de ellos los hacían caer aún más que aquella tristeza. La postura de su espalda lo hacía parecer un poco jorobado, tal era la pesadumbre que parecía cargar sobre los hombros. Y vi un pañuelo negro asomando por el cuello de su camisa, tapando inequívocamente una traqueotomía.
Pestañeaba despacio, mirando ahora por la ventana, ahora al suelo y un suspiro se le escapaba a ratos.
Llevaba los brazos caídos sobre las piernas y al final de ellos, las manos limpias con los dedos de una cruzados con los de la otra, como en una postura abandonada de oración.

Me produjo mucha tristeza... mucha. No lo había visto nunca, pero sentí un enorme y profundo cariño por aquel hombre al borde de la vejez que parecía tan solo.

Como tantas otras veces, imaginé cómo podía ser su vida, lo imaginaba joven, fumándose un pitillo, imaginaba el duro golpe de aquella traqueotomía que lo hacía taparse el cuello en una noche de tanto calor y me imaginaba cómo pudo haber sido su joven sonrisa, aunque aquella expresión me hacía difícil pensar que aquel hombre hubiese sonreído alguna vez.

Lo quise, sin darme cuenta. Pensé para mis adentros que ojalá estuviese equivocada en todas mis conjeturas y deseé con mucha fuerza que fuese feliz a partir de ese momento. Que nada malo le ocurriera porque, detrás de aquella inmensa tristeza, también había bondad. Tenía la cara de quien no merece que nada malo le ocurra jamás.
No me miró una sola vez. A decir verdad, no miró a nadie en el trayecto en que estuvo en la guagua. Se bajó en la parada de Mesa y López y no me pareció que supiera muy bien a dónde iba, porque desde el último escalón miró a un lado y luego al otro y luego bajó despacio, agarrado de la barandilla para ayudarse. Por la ventana lo vi alejarse sin niguna prisa, con la espalda ligeramente hundida hacia el callejón que lleva a Juan Manuel Durán con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y casi arrastrando los zapatos limpios.

Nunca podrá imaginar que la mujer que estaba sentada enfrente suyo en la guagua aquel día, acabaría por escribirle unas líneas a modo de recuerdo y buenos deseos. Ni tampoco sabrá que alguien que no lo conoce y a quien no conoce, sin saber por qué, lo quiere de alguna manera.

No es una historia de amor al uso. No es ni siquiera un cuento con final feliz. Probablemente no se va a producir jamás un reencuentro entre los protagonistas. Nunca lo he vuelto a ver, ni lo había visto antes.
Pero... su mera y triste presencia despertó en mí la compasión y el cariño hacia alguien que no conocía. Me hizo desearle toda la suerte que pudiera abarcar su espíritu. Y, desde ese momento, no lo he olvidado. Incluso se cuela en mis oraciones y veo sus ojos azules mirando al suelo sin querer.

Y, siendo así... ¿Quién puede decirme que esto no es también una historia de amor?


(Ilustración: V. Van Gogh)

3 comentarios:

Paloalagua dijo...

Me ha estremecido tu historia. Tengo un vecino parecido. Cuando coincidimos en el ascensor, me habla con señas. Pero nunca me percaté de tanta tristeza. ¿Por qué no observamos a los que tenemos más cerca?

Amaranta Buendía dijo...

Muchas gracias. Creo que la costumbre y la rutina no son buenos amigos para nosotros. No nos dejan ver las cosas frescas, como las vimos por primera vez.
Pero bueno, al menos esta historia te hace mirarlo con otros ojos la próxima vez que suba al ascensor.
Un saludo. Vuelve siempre que quieras.

Miguel Schweiz dijo...

ufff cuántos meses sin dejar un relato... nada.

Uno suele mantener el silencio cuando se toma esta decisión sea por lo que sea, pero los finales de diciembre siempre te invitan a decir ¿Qué pasa? ¿Cómo estás? ¿Todo va bien que no escribes? Y así siempre lleno de cavilaciones.

Por las dudas te dejo un Felicidades para que la cojas si lo deseas.:)

Besos Amaranta