19.11.08

La máquina que detesto


La máquina que detesto, por desconocerla, el ordenador, fue lo que me acercó a él después de más de tres meses sin verlo. Realmente era mi única opción. Recurrí a él y una simple llamada bastó para que me ayudase desinteresadamente. Esa forma que tiene de hacer las cosas, como si no hubiera otra opción, llega a conmoverme.

Apareció en mi puerta con su eterna sonrisa, que nunca sabes si es amable o perversa o una mezcla de ambas cosas y sus atarecos informáticos. Le expliqué brevemente el problema que tenía y se puso manos a la obra.

Allí, sentado frente a mí, en una silla del salón, desenredando cables, cerrando clavijas telefónicas, abstraído en colores y números, me pareció tierno. Miré sus piernas, unas piernas fuertes y perfectas tapadas apenas por su pantalón corto, con los pies apoyados en el suelo en una postura totalmente casual, mientras sus ojos escudriñaban los pequeñísimos cables de dos colores. No pude resistirlo. Me puse de rodillas en el suelo y toqué sus gemelos perfectos, le acaricié las canillas suaves y empecé a besarlo hasta llegar a las rodillas. Sus cuádriceps estaban suaves, pero fuertes y no pude evitar besarlos también.
Lo miré y, mientras seguía enredando cables, más despacio ahora, me miraba, dándome permiso sin decir palabra.
"Lo siento", dije con la cabeza baja volviendo a sentarme en la silla que estaba a su lado. Tampoco dijo nada y volvió a mirar los cables y las clavijas, que ya casi estaban terminadas.
"Bien, vamos a ver si funciona esto", y fue hacia el ordenador, decidido. Se agachó para enchufar algo detrás de la torre y se sentó en la silla para comprobar el trabajo.

Me quedé detrás suyo, a cuatro centímetros escasos de su cuello, apoyada en el respaldo de la silla. Tampoco pude resistirlo esta vez. Su olor volvió a encenderme y acerqué la boca a su oído para decirle en un susurro y de nuevo "lo siento", para besar ahora su cuello, tan suave como sus piernas. Tampoco dijo nada esta vez, pero ladeó su cabeza ligeramente aceptando otra vez mi impulsivo acercamiento.
Pasé mis brazos por su cuello, acariciando el pecho bien formado, en el que imaginaba ese tatuaje que tantas noches me había robado el sueño y, poco a poco, me moví hacia adelante hasta quedarme sentada en sus rodillas y besarlo en la boca, suavemente todavía.
Oí cómo los cables que no había dejado de manejar caían al suelo y me agarraba con una mano por la nuca y con la otra la espalda.
La máquina infernal no dejaba de hacer ruidos, que se mezclaban con mi respiración. Me dieron ganas de apagarla, como tantas otras veces, de una patada firme y oír sólo su respiración y el ruido de las bocas que no se habían estado quietas todavía.
Pasé una pierna por delante del tatuaje aún tapado por la camiseta y me quedé a horcajadas sobre él. Metí la mano debajo de la tela y, aún sin verlo, toqué el tatuaje, adivinándolo, entre unos minúsculos y suaves pelillos que le salían del pecho y marcaban un camino infernal hasta su ombligo. Conocía bien lo que escondía aquella camiseta. Se la quité, volviendo a notar el fuerte olor que desprende siempre su piel, suave, como todo su cuerpo.

Decidí darme un poco de prisa y quitarme mi camisa yo misma. No se negó, ni una sola palabra había dicho al respecto desde que me agaché a besarle las piernas hacía un rato. Sólo desabotonó mi pantalón, haciéndome ponerme de pie y lanzándolo descuidadamente a cualquier lugar que, sinceramente, me traía sin cuidado. Se entretuvo, sin dejar de besarme, en el elástico de mi tanga, hasta que también noté que quería lanzarlo al mismo sitio del pantalón. Y allí me quedé, sentada a horcajadas encima suyo, intentando poco a poco que su pantalón se reuniera con el mío.
Después de tanto tiempo, disfrutaba mucho más de la forma que tiene de hacerlo todo, de agarrarme, de besarme, de respirar, de obligarme sin fuerza a hacer lo que quiere.

Al cabo del rato, me volví de espaldas, volviéndome a sentar sobre él, noté que la nuca me sudaba debajo del pelo y lo levanté. Tenía delante de mí la pantalla encendida del ordenador y puse la palma de una mano sobre ella, notando cómo el pelo me volvía a caer sobre la espalda. No sé por qué tuve el reflejo de tocar la pantalla encendida, tal vez agradecida, tal vez maldiciéndola por haberme hecho entrar de nuevo en aquel infierno al que espero ir si el infierno es eso.

Me agarró el pecho desde atrás y noté su cara pegada en mi espalda y su respiración moviendo levemente mi pelo y le agarré las manos, las separé de mi cuerpo y las besé como había besado sus piernas y su cuello antes.

Cuando noté el fuego que me recorre la columna vertebral justo antes de pensar que voy a desmayarme, dije su nombre con la respiración entrecortada. Y acabé, con la cabeza echada hacia atrás, mientras me agarraba el pelo con una mano y un pecho con la otra, terminado él también con la respiración acelerada y la frente sudorosa en mi costado.


Quizás, ese desenlace que soñé mientras miraba sus piernas y él desenredaba cables y ajustaba clavijas habría sido mucho mejor que el hecho de que arreglara el ordenador y se fuera de mi casa como vino. Con su sonrisa, sus atarecos informáticos y un casto y frío beso en mi mejilla.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Joder!, son unos minutos llenos de deseo... pero que rapido acaba, quiero más.
Me encanto el momento de agradecimiento a la pantalla del ordenador, que en ese momento parece un observador de toda la escena, supermorboso.

Amaranta Buendía dijo...

Gracias, amigo. Que sé quién eres, por el comentario.
Como dijo un amigo mío de México, que también lo leyó, "es la desgracia misma de la fantasía".
La imaginación al poder o nos moriremos de sed.
Un beso, te quiero.