17.7.07

pesadilla de una noche de pecado



Ella no entendía cómo aquel joven Narciso se había fijado en ella. Cuando él quiso verla por segunda vez, se sintió como una diosa, incluso llegó a pensar que tal vez sus amigos tenían razón y el problema venía directamente del cristal con que ella miraba todo. Que realmente podía tener algún atractivo, que tal vez, sólo tal vez, sus pechos eran tan imponentes como él le había dicho la primera vez. Cierto que él olía a whiskey y que la mera casualidad los había unido en esa primera cita, pero sentía que podía dominar la situación y, al fin y al cabo, él parecía loco de deseo por ella. Le encantaba ir tomando las riendas de una situación que parecía perdida, la subían al cielo las palabras sumisas de él, con aquel olor a whiskey mezclado con su perfume, sus súplicas, sus porfavores, sus ahoras, sus prisas, sus noparesahora... Realmente pensó que volvía a ser dueña de lo que podía hacer y de lo que podía negarse a hacer. A cada palabra de él, sus vasos sanguíneos (los de ella) se expandían un poco más, sus brazos se abrían un poco más, su cuello se alzaba un poco más, su espalda se enderezaba un poco más, sus besos se humedecían un poco más, sus piernas se separaban un poco más y su miedo, su moral, sus dudas se disipaban también un poco más. Y finalmente, llegó el todo...
El último beso en la puerta de su casa, donde él la llevó amablemente después del revolcón, la descolocó por completo. Después de un polvo, un simple polvo, un primer encuentro propiciado por la diosa Infortunia, no existen esos besos. Al menos ella no los conocía. Sólo sabía de rechazos "después de", de bostezos improvisados y de excusas mezcladas con sudor y cierto asco.
Así que la segunda vez que él quiso verla, ella, maravillada, aceptó. Como la Cenicienta que cambiaba los harapos por un vestido para el baile con el Príncipe, ella cambió su duda por decisión; su miedo por valor; sus complejos por virtudes; sus bragas por un tanga. Y salió a su encuentro a la hora acordada.

La recogió esta vez en otro coche, un flamante descapotable rojo donde no sonaba música, como la primera vez. No hubo beso de reecuentro, ni una sonrisa ladeada, aunque sí conservaba el olor a whiskey de la primera vez. Tampoco hubo esta vez preguntas amables acerca del destino que debía tomar el descapotable; simplemente se dirigió como en un pactado silencio hacia el picadero de la última vez. Al llegar y sin pensarlo dos veces agarró sin ningún permiso los pechos que ella pensaba que debían ser imponentes y su gesto cambió y cambió su voz: "¿éstas son las tetas de la última vez? No lo parecen". Le espetó, decepcionado. Ella ni siquiera podía recordar al día siguiente la excusa que le dio para ese cambio tan espectacular de sus "tetas", como él las llamaba sin ningún eufemismo. Pero sabía que algo débil y ridículo había salido de sus labios.

Antes de darse cuenta lo tenía encima, tocándola de otra manera, diferente esta vez: no había amagos ni tentativas a modo de "¿puedo?", sino atrevimiento, una valentía que a ella se le antojó incluso desafiante, amenazadora. "El placer no deja de ser placer", eso pensaba o quería pensar ella mientras los dedos de él le llegaban a lo más profundo, pero le recordaba al doloroso placer que se siente al sacar una aguja de la piel, o al tocar el agua después de una quemadura. "Sólo es placer"... Luego le hizo una felación en el sillón de atrás, sin música ni besos y tuvo el espejismo de que volvía a tomar las riendas de lo que ocurría, y pensó que, al menos, a él le gustaba lo que ella le hacía. No sabía si le gustaba que la llamara "profesional", mientras le sonreía; normalmente era un halago, pero no lo sentía así en ese momento. Poseída por un necesitado optimismo, pensó que si lograba sentir sólo el placer y olvidar los ojos ausentes del Narciso mientras la embestía sin piedad en una postura casi imposible, lograría deshacerse del dolor que ya sabía que le produciría al día siguiente, (¡qué día!) al segundo siguiente lo que estaba permitiendo hacer, paralizada, al Jekyll bebedor de whiskey, transformado en Hyde, mientras evitaba tocarla, mirarla. Sólo le agarraba un pecho, no sin cierta repugnancia, para recordar que estaba con una mujer, eso sí, distinta la del descapotable a la de sus pensamientos. Y al acabar, un resoplido y unas gotas de semen salpicadas encima de ella. Sin miradas cómplices, sin sonrisas, sin ni siquiera un gesto a modo de agradecimiento por haber sido la puta perfecta... Todavía con la respiración entercortada le ofreció un Kleenex para que ella misma se limpiase y simplemente el Narciso miró por la ventana del asiento de atrás del descapotable hacia otro lado.

Aunque eran las cinco de la madrugada, dieron las 12 en el reloj de la Cenicienta; y volvió a verse vestida de harapos, débil, nuevamente humillada (por él o por sí misma, no lo sabía bien entonces) y, lo peor, muda y paralizada... demasiada vergüenza para hacer o decir cualquier cosa. Y arrinconada en aquel sillón del descapotable rojo fingió tener frío y se semivistió, tapó una desnudez que la acomplejó y la hirió más que nunca porque lo que tenía desnuda realmente era al alma. Sintió el rechazo, el asco, la vergüenza del Narciso; notó en sus ojos, que miraban a otro lado, que quería marcharse, quitarla de su vista, de su cuerpo, de su recuerdo, de su coche.
Y ella sintió, con los ojos humedecidos por la vergüenza también, que ya sentía dolor y ganas de correr, y cómo de repente Narciso la olvidaba sin que ella se hubiera marchado todavía. Narciso habló, ahora totalmente ausente, de su deseo por otra mujer, una mujer guapa... una mujer que sí le importaba...Hasta ahí logró recordar ella después.

Narciso ya no estaba en el descapotable con Cenicienta.

Cenicienta tampoco.






( A las Cenicientas: Nadie puede hacernos sentir inferiores sin nuestro consentimiento)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me pregunto que comentario puedo yo escribir después de ésto, para estar a la altura.
Sólo quiero decirle a amaranta Buendía que yo la veo cómo la cenicienta de los zapatitos de cristal, no cómo la de los harapos, y que ella debería verse igual. Gabriel García Márquez escribió una historia par amaranta y esa no se puede cambiar, pero tú si puedes cambiar tu historia; Solamente, tienes que darte cuenta, de lo que vales y de lo quemereces que es mucho, y hacer que los demás lo vean también.Abre los ojos, mira lo que vales, el talento que tienes y aprovecalo. Hazme caso y verás que la próxima vez que te mires al espejo, verás a la cenicienta de zapatitos de cristal

Amaranta Buendía dijo...

Amaranta en respuesta a anónimo...

Gracias por ser el primer comentario de este blog que llevo un poco a las escondidillas. Sólo es un instrumento para exorcizar algunas cosas y un rincón virtual donde sentirme agusto. Está claro que la historia de las Amarantas las escribimos nosotros, pero a veces nos tiembla el pulso y no escribimos con buena letra, o hacemos un borrón... aunque me anima saber que, después del borrón, siempre podemos hacer cuenta nueva. Gracias y un abrazo.