Cuando nos mudamos a la que es ahora nuestra casa, vivía encima de nosotros un matrimonio joven. Acababan de ser papás.
Ya se sabe que vivir en un edificio de apartamentos tiene la desventaja de que, indirectamente, convives con quien vive encima de ti y con quien vive debajo. Los sientes día y noche, acabas por saber cuándo se duchan, cuándo cocinan, cuánto tienden la ropa porque intentas quitar la tuya para evitar que te la mojen o que te huela a las fritangas de las casas ajenas... En fin, vecinos.
A mis vecinos de arriba les salió llorón el niño, así que, en las madrugadas, parecía que lloraba el pobre angelito dentro de mi cuarto. Me quejaba siempre de tener que despertarme porque mi vecinito nuevo no dejaba de llorar, pero me acostumbré. O me resigné.
Por la cocina lo oía gritar llamando a su madre o a su padre. Cómo pasaba el tiempo. Ya decía sus primeras palabras.
Lo sentí sobre mi cabeza dar sus primeros pasos y sabía cuándo jugaba porque lanzaba objetos contra el suelo que eran un sonido complementario mientras veía la televisión o mientras intentaba dormir un rato.
Las pocas veces que me tropecé con ellos en la escalera los saludé efusivamente y le hacía cariños al niño, que se escondía detrás de las piernas de su madre, tímido ante la extraña de quien ignoraba que lo había oído crecer.
Algunos días deseaba que creciera de golpe para que dejara de corretear, de lanzar boliches que iban rebotando por mi techo y rodando hasta que paraba en cualquier sitio. (A veces creo que todos los boliches desaparecidos del mundo los tienen escondidos los vecinos de arriba. Los míos, los tuyos, todos los vecinos de arriba). Y otros días agradecía el ruido que me acompañaba.
Un día los encontré entrando en el ascensor y el niño ya tenía cuatro años. Le fui a hacer una carantoña sin fijarme en sus padres, cuando corrió a esconderse como siempre detrás de su madre. Y entonces la vi.
Allí estaba. Envuelta en una mantita y dentro de un pequeño capacito, una niña de pocos días de vida dormía plácidamente. El revoltoso de arriba tenía una hermanita. Así que todo volvió a empezar.
Hace algo más de un mes se mudaron. No sé dónde se fueron, ni siquiera me enteré de cuándo fue la primera noche en que la niña no me despertó de madrugada.
Así se fueron, después de casi cinco años.
Tengo vecinos nuevos. Su niño es un poco más mayor y más ruidoso. No me hace mucha gracia que intente hundir el techo de mi salón a base de pisotones. O que rueden muebles continuamente como en una mudanza eterna. O que su ropa caiga sin querer sobre mi tendedero. No. No me gusta.
Pero son mis vecinos. Imagino que acabaré acostumbrándome, ¿no?
O resignándome.
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