El papel de los hombres de mi vida es algo que me había planteado durante mucho tiempo, pero en imágenes, nunca en palabras. Y aquí estoy de nuevo, intentando dibujar a golpe de letra lo que soy incapaz a trazo de lápiz.
Mi primer hombre fue mi padre. Una vez me hicieron dibujarlo en el colegio y dibujé un ser enorme, sonriente y con las cejas muy pobladas. Aún lo veo así. Grande. Al crecer yo, me he dado cuenta de que no es muy alto, pero ¿qué importa la altura de tus ídolos? Mi padre tocaba la guitarra todos los días y yo bailaba a su alrededor. Desde pequeña aprendí canciones de Víctor Jara, de Víctor Manuel, de Antonio Molina...
Me enseñó el alfabeto griego siendo yo muy pequeña. Lo recuerdo recitándolo "alfa, beta, gamma, delta..." y yo me lo aprendí, haciendo las delicias de algunos profesores del colegio.
Se inventaba historias pícaras que me daban ideas de cómo hacer picardías. Un día nos contó a mi hermano y a mí que él repartía su sueldo y el de sus compañeros y hacía lo siguiente: "Un billete para ti, otro para ti, otro para ti, otro para mí, otro para mí, otro para mí, otro para ti".. Y nos reíamos de lo listo que era nuestro padre y de lo tontos que eran los demás.
Me hacía creer que los locutores del telediario le hablaban directamente a él y él les contestaba. Y me lo creía a pie juntillas. Todo lo que decía mi padre era la verdad. Aún hoy lo es para mí. En su 62º cumpleaños le escribí una carta. Le dije que seguir sus consejos y su ejemplo era apostar siempre por un caballo ganador.
Me miro ahora y veo tanto de él... Todo lo bueno que llevo en mí es suyo.
Otro de mis grandes hombres fue mi abuelo Vicente, mi abuelo materno. Un hombre de piel morena, ojos verdes, pelo blanco como de plata y olor a jabón. Sus dedos eran grandes, duros. Con esos dedos apagaba los cigarrillos Krüger que se iba fumando poco a poco.
Su paraíso terrenal era una casa en Teror. "La casa de Teror". Tenía un patio precioso, con un techo hecho de parras, con los racimos de uvas enormes y frescos colgando de ellas. Me asustaba oírlo salir de noche gritando a los intrusos que entraban a coger las apetitosas uvas.
Tenía una risa muy bonita, contagiosa, aunque se le notaba que fumaba al reír. Me daba 25 pesetas todos los domingos y si uno de eso domingos no pasaba por su casa, me decía el lunes, asombrado: "¿Ya no vienes a cobrar?". Y abría su cartera y sacaba la moneda de 25 pesetas y me la ponía en la mano como si me la mereciera. Mi abuelo Vicente, "El Caminero", como todos lo conocían en el pueblo murió cuando yo tenía 12 años. La última vez que lo vi fue en Hospital Insular, en la habitación 420. Tenía los ojos muy amarillos por la enfermedad y le estaban pinchando en el culito.
Todavía no sé por qué, pero antes de dejar el hospital me colgué de su cuello y lo abracé mucho y le dije "ay, abuelito, qué guapo eres". Y entraba una y otra vez a la habitación a abrazarlo de nuevo antes de irme. Y se reía y me abrazaba. Dos días después, un martes 12 de febrero de 1985 nos dejó una ausencia que aún no se ha curado en mi familia.
Mi abuelo César, mi abuelo paterno. Digno padre de mi padre. Un calco de carácter, de picardías, de enfados y de rectitud. Fue también Guardia Civil, como lo es mi padre. Era extremeño, vivía en Madrid, pero durante muchos años vino a vivir a Las Palmas. Me contaba en nuestros paseos por Agaete que, El Dedo de Dios, por las noches, se cerraba, que se encogía para descansar. Un anochecer, tenía yo 9 años, me quedé a ver cómo se cerraba el Dedo. Y me fui defraudada porque allí permaneció impasible hasta que lo perdí de vista y me volví a mi casa de Sambrano sin ver el espectáculo.
Si pasaba un calvo a nuestro lado, se agachaba y me decía bajito al oído "Ése que ha pasado no tiene un pelo de tonto" y me tenía que tapar la boca para aguantar la risa, por si el calvo nos oía. Con los años se quedó calvo él y yo le daba besos en la cabecita morena y pecosa y me regañaba en broma diciéndome "Quita, maja, que me despeinas".
Murió a los 74 años, sólo cuatro años después que mi abuela, de un cáncer fatal de pulmón y de corazón. El pulmón se lo pudrió el tabaco. El corazón se lo llevó mi abuela al morir. Decía mi padre que a veces tenía la impresión de que "la vieja está tirando de él para arriba". Parece que tenía razón. La última vez que lo vi fue en Hospital Militar de Gran Canaria, en febrero de 1994. Yo tenía 21 años. El día que se inaguró el Mundial de Fútbol de Estados Unidos, también me dejó. Cuenta mi madre que se fue en paz, que veía mariposas en la habitación.
Don Clemente, mi profesor del colegio. Un hombre alto, muy guapo y que ganó el respeto de toda la clase durante todos los años que fue casi nuestro segundo padre. Nos enseñó Matemáticas a un nivel que casi forzó a la mayoría de los alumnos a ser gente de Ciencias en el futuro. Yo y mis nalgas conocíamos muy bien la dureza de un palo de madera, cuadrado, y que tenía un metro por uno de los lados y en los otros tres la frase "Si pierdes esto, olvídate" en tres idiomas. Yo soy de Letras, como mi padre y jamás puse el mínimo interés en cualquier cosa que semejara de lejos un número. Me enseñó y me cuidó desde los 9 años hasta los 14 y fue también maestro de vida, como los buenos profesores. De una calidad humana enorme, es una figura imprescindible en todos los que fuimos alumnos suyos. Nunca le agradeceré lo suficiente todo lo que sé y llevo grabado a fuego en mi mente desde aquellos años, aunque algunas de esas cosas entraran a base de palos y nunca mejor dicho. Perdonado cada uno de los golpes, don Clemente. Muchas gracias.
Colacho, mi primer gran amor fue otro de mis hombres. Me enamoré de él cuando yo tenía 18 años y él 16 sin cumplir. Lo elegí a dedo, bromeando con una amiga y finalmente fuimos novios, entre idas y venidas, durante tres años. Tenía un carácter fuerte, era recto. Yo lo admiraba. Como tantas veces a lo largo de mi vida, su olor me atraía y aún lo recuerdo. A ropa limpia. Por la inmadurez de los dos, nunca nos tratamos como debíamos ni nos comprometimos como tuvimos que hacerlo. Hoy día nos queremos mucho, nos tratamos poco, nos vemos a menudo y siempre nos damos golpes en la espalda y un abrazo cuando nos encontramos. Jugaba al voleibol, odiaba el tabaco y era un amante de todo lo canario. Nunca me llegó a besar como un hombre, sino como un niño inocente. Incluso cuando lo volvimos a intentar tras 9 años de separación, seguía siendo el mismo que dejé casi una década atras. Yo había cambiado mucho. No funcionó.
Gustavo, una belleza rubia de ojos azules fue el otro hombre importante para mí. Fue quien hizo que me separara de Colacho. Nunca me correspondió. No tengo ninguna historia que contar sobre él, nunca compartimos nada, nunca nos llevamos bien. Pero después de 15 años, sigo pensando que fue uno de los hombres importantes de mi vida. Con él fue con quien supe lo que era sufrir por amor. Y lo que era la pasión. En las pocas ocasiones que hablé con él, le describí lo que sentía por él como "un fuego". Era pasión, pero yo no sabía darle nombre. Llegó a mi vida con su pelo largo rubio, con sus ojos azules, con sus vaqueros y sus camisetas de colores, su olor a champú Johnson´s y su sinusitis crónica y sin darme nada, me lo quitó todo. Así de simple, así de absurdo. Nos vemos todos los días. Apenas nos saludamos. Nunca hemos vuelto a hablar más de cuatro palabras seguidas desde aquellos años.
Álvaro, el primo más pequeño que tengo. En el momento de escribirle estas palabras tiene seis años. La trayectoria se resume en dos miradas: cuando no hacía ni veinticuatro horas que había nacido, me miró fijamente a los ojos. Todos dicen que miran y no ven, pero sentí que me traspasaba. Le dije, tocándole la minúscula nariz: "me parece que tú y yo nos vamos a llevar muy bien", y así fue.
La segunda vez que me miró estaba en su carrito y yo le cantaba un arrorró a ver si se dormía. Giró la cabeza hacia atrás y me miró, intrigado de aquella voz que lo arrullaba. Desde ese momento me enamoró.
La primera vez que dijo mi nombre me acariciaba la cara suavemente y tenía el chupete puesto, pero se le adivinaba la sonrisa en los hoyuelos de su carita y en los ojos, chispeantes. "Ataya", fue lo que dijo. No pude dejar de llorar durante horas.
Nos ha dado mucho, a mí me ha llenado de enseñanzas, de cariño y de felicidad en cada momento que he compartido con él. Temo el momento en que pierda la sensibilidad con la que nació y que demuestra a cada momento. Por eso lo exprimo cuando tengo la oportunidad de verlo. Una vez más, pequeño, gracias por haber nacido.
Y Manolo, mi mejor amigo, mi "hermano". Qué puede decirse de alguien que SIEMPRE está ahí cuando lo necesitas. Con una conversación incansable, con un espíritu tan parecido al mío. Hemos soñado tanto juntos... Hablé hace un rato con él, como cada día. Los dos siempre hechos un lío, pero el solo hecho de oírlo o hablarle lo hace todo más fácil. Una imagen constante desde mi infancia y un amigo desde hace muchos años. Por muchos años, para toda la vida.
Helio califica a sus mujeres como parte de lo que es hoy en día. Cómo no darme cuenta de que soy lo que soy por muchas cosas, muchas personas. La ternura de mi madre, el cariño de mis primas, la adoración por mi prima Cristina, la comprensión de mi tía Loli...
Y la picardía, la inteligencia, el amor por las letras y el arte de mi padre, todos y cada uno de los recuerdos de mis abuelos, la inocencia de Colacho, la pasión y el desamor de Gustavo, la sonrisa de Álvaro, la amistad incondicional de Manolo... Qué sería de mí sin ellos, los hombres de mi vida.
No sería la mujer que soy, con mis grandes virtudes y mis mayores defectos, sin mis hombres... Por lo bueno y lo malo...Gracias a todos.
2 comentarios:
Lindísimo escrito.
Un placer leerlo.
Un abrazo.
www.heliodoro.wordpress.com
Siempre es un palcer leerte a ti también. Muchas gracias. Nos vemos en los blogs, aunque queda esa comida pendiente, ¿eh?
Pepe-fan-club forever, amigo...
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