Orí llegó una tarde sin esperarlo, como suele ocurrir con los mejores momentos de tu vida.
Venía de muy lejos, de muy, muy lejos: de Galilea.
Orí es un israelí rubio. Rubio el cabello; rubias las cejas; rubia la barba. Con ojos azules y la piel morena por el Sol. Con una voz tan suave que parece recitar un poema cada vez que empieza un discurso.
Orí no habla por hablar, no canta por cantar.
Orí, simplemente, embruja, atrapa.
Es un enamorado de las lenguas y, sobre todo, de su idioma materno: el hebreo.
Yo soy una enamorada de las lenguas y, sobre todo, de mi dioma materno: el castellano.
Así que fue bonito el cuadro de dos que, sin entender una palabra de lo que decía el otro, cantaban canciones y recitaban poemas en su lengua materna.
Las canciones que Orí canta son algo más que canciones. Cuando cierra los ojos, sonríe. Y da golpecitos en la mesa con los dedos, creando una percusión suave que me transporta a una tierra lejana en la que nunca estuve, pero que aparece ante mis ojos como si entendiera cada uno de los preciosos sonidos que forman la lengua hebrea. Canciones que hablan de una ventana desde donde se ve el mar azul. Canciones que hablan de alguien que conoce tan bien su corazón, que entiende cada uno de sus latidos. Canciones que hablan sobre una mesa donde hay ricas comidas y por donde pasan fugazmente las telas de las faldas de las mujeres, impregnadas del olor a especias. Todo eso dice el hebreo sin que entiendas una palabra.
Orí me explicó que el hebreo apenas si ha cambiado desde que se conocen los primeros textos. Tentación inevitable el pedirle que me recitara algo de la Biblia; quería oír cómo hablaba Jesucristo hacía dos mil años. La conoce bien. Me miraba con los ojos azules, profundos y pronunciaba suavemente palabras llenas de aire, de garganta, de arena... Noté cómo se me ponían los pelos de punta y me daban ganas de llorar. Él acababa el discurso y sonreía.
Yo también enseñé a Orí un poema de Bécquer que lo hizo suspirar, abrir los ojos con asombro y lo recitó en castellano como si lo hablase de toda la vida. Nuestros idiomas se mezclaron sentados en la mesa, bebiendo vino lentamente.
Levantando las copas, él decía "salud" y yo le respondía "lejáim".
Tradujo el poema de Bécquer al hebreo y podría parecer que había sido escrito en su idioma originariamente, tal era el ritmo y la suavidad que lo contagió cuando lo leyó.
Me lo aprendí; se asombró de mi pronunciación hebrea y me dijo que oírme le hacía estar un poco más cerca de casa.
Orí me dijo que yo tenía suerte de tener un sueño. Que no lo dejara escapar.
Me lo dijo en inglés. Y yo, que no quería ver en ese momento que estaba dejando escapar mi gran sueño, o tal vez como un modo desesperado de agarrarlo durante unos segundos, le dije a Orí que siguiera cantando en hebreo.
Y allí estaba, mirando a Orí, que tenía los ojos cerrados, cantando las canciones de su historia, mientras yo volvía a Jerusalén, a las calles polvorientas donde brillaba el Sol, donde unos niños reían y el cielo se veía muy azul, unas calles donde aún no volaban los aviones hacia Palestina, esos aviones que destrozan cada día la vida de tanta gente buena, como él dice. Esos aviones que destrozaron el corazón de Orí, a quien el dolor le impide ver Israel como algo distinto de lo que cuentan esas canciones tan, tan bellas.
(A veces, aunque sólo sea fugazmente, el viento trae una pequeña parte de un mundo que parece muy lejano, hasta que puedes tocarlo. Hasta que ves que lo que pasa "allá", pasa también, de algún modo, "aquí", cuando te lo narra un testigo. Cuando Orí me habló desde el fondo de su corazón sobre lo que ocurre en su tierra, donde él fue niño y donde sus amigos se convirtieron en sus hermanos, dejé de sentir ese mundo tan lleno de historia como algo lejano, y eso "vahaló dai bejáj" (para mí es suficiente). Dedicado a las personas como Orí, que cambian durante unas horas tu vida. Para que no muera ni un solo Orí más en esa tierra de canciones hebreas).
Venía de muy lejos, de muy, muy lejos: de Galilea.
Orí es un israelí rubio. Rubio el cabello; rubias las cejas; rubia la barba. Con ojos azules y la piel morena por el Sol. Con una voz tan suave que parece recitar un poema cada vez que empieza un discurso.
Orí no habla por hablar, no canta por cantar.
Orí, simplemente, embruja, atrapa.
Es un enamorado de las lenguas y, sobre todo, de su idioma materno: el hebreo.
Yo soy una enamorada de las lenguas y, sobre todo, de mi dioma materno: el castellano.
Así que fue bonito el cuadro de dos que, sin entender una palabra de lo que decía el otro, cantaban canciones y recitaban poemas en su lengua materna.
Las canciones que Orí canta son algo más que canciones. Cuando cierra los ojos, sonríe. Y da golpecitos en la mesa con los dedos, creando una percusión suave que me transporta a una tierra lejana en la que nunca estuve, pero que aparece ante mis ojos como si entendiera cada uno de los preciosos sonidos que forman la lengua hebrea. Canciones que hablan de una ventana desde donde se ve el mar azul. Canciones que hablan de alguien que conoce tan bien su corazón, que entiende cada uno de sus latidos. Canciones que hablan sobre una mesa donde hay ricas comidas y por donde pasan fugazmente las telas de las faldas de las mujeres, impregnadas del olor a especias. Todo eso dice el hebreo sin que entiendas una palabra.
Orí me explicó que el hebreo apenas si ha cambiado desde que se conocen los primeros textos. Tentación inevitable el pedirle que me recitara algo de la Biblia; quería oír cómo hablaba Jesucristo hacía dos mil años. La conoce bien. Me miraba con los ojos azules, profundos y pronunciaba suavemente palabras llenas de aire, de garganta, de arena... Noté cómo se me ponían los pelos de punta y me daban ganas de llorar. Él acababa el discurso y sonreía.
Yo también enseñé a Orí un poema de Bécquer que lo hizo suspirar, abrir los ojos con asombro y lo recitó en castellano como si lo hablase de toda la vida. Nuestros idiomas se mezclaron sentados en la mesa, bebiendo vino lentamente.
Levantando las copas, él decía "salud" y yo le respondía "lejáim".
Tradujo el poema de Bécquer al hebreo y podría parecer que había sido escrito en su idioma originariamente, tal era el ritmo y la suavidad que lo contagió cuando lo leyó.
Me lo aprendí; se asombró de mi pronunciación hebrea y me dijo que oírme le hacía estar un poco más cerca de casa.
Orí me dijo que yo tenía suerte de tener un sueño. Que no lo dejara escapar.
Me lo dijo en inglés. Y yo, que no quería ver en ese momento que estaba dejando escapar mi gran sueño, o tal vez como un modo desesperado de agarrarlo durante unos segundos, le dije a Orí que siguiera cantando en hebreo.
Y allí estaba, mirando a Orí, que tenía los ojos cerrados, cantando las canciones de su historia, mientras yo volvía a Jerusalén, a las calles polvorientas donde brillaba el Sol, donde unos niños reían y el cielo se veía muy azul, unas calles donde aún no volaban los aviones hacia Palestina, esos aviones que destrozan cada día la vida de tanta gente buena, como él dice. Esos aviones que destrozaron el corazón de Orí, a quien el dolor le impide ver Israel como algo distinto de lo que cuentan esas canciones tan, tan bellas.
(A veces, aunque sólo sea fugazmente, el viento trae una pequeña parte de un mundo que parece muy lejano, hasta que puedes tocarlo. Hasta que ves que lo que pasa "allá", pasa también, de algún modo, "aquí", cuando te lo narra un testigo. Cuando Orí me habló desde el fondo de su corazón sobre lo que ocurre en su tierra, donde él fue niño y donde sus amigos se convirtieron en sus hermanos, dejé de sentir ese mundo tan lleno de historia como algo lejano, y eso "vahaló dai bejáj" (para mí es suficiente). Dedicado a las personas como Orí, que cambian durante unas horas tu vida. Para que no muera ni un solo Orí más en esa tierra de canciones hebreas).
4 comentarios:
Precioso relato...yo a Orí lo he visto, pero no sabría decir donde. Sin duda has logrado transmitirme con unas letras el momento inolvidable que has pasado con él.
Saludos.
Gracias. No corregí el post, conté lo que sentía en ese momento. Será por eso... Inolvidable es justo la palabra que lo define.
Saluditos, aguaviva.
Si.quiero decirte que al igual que vos, amo la palabra, su textura y color, su reflejo , su sentido y su significación. Amo la musica y la comunicación. Escribes y describes tus imagenes y representaciones de manera llana, se llega facilmente atu objetivo.
Muchas gracias, Alicia. No sé cómo llegaste al blog, pero me alegro.
Gracias por entender las palabras como yo. V
¡¡Vuelve pronto!!
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