Existía un restaurante que hacía comidas muy ricas. El cocinero del local era una persona muy avara, pero hacía las mejores comidas de la ciudad.
Fuera del restaurante solía pasar un mendigo que pasaba mucha hambre y, tan sabrosas eran las comidas del restaurante que, por la puerta de atrás, salían los olores de las cocinas, así que el pobre mendigo se conformaba con oler aquellos maravillosos humos y sentía cómo el hambre se saciaba.
Un día, el cocinero vio al mendigo en la puerta de atrás con los ojos cerrados, insiprando el olor que salía de su cocina y vio cómo aquel pobre hombre sonreía y se tocaba el estómago satisfecho. Así que se enfadó y le pidió que le pagara ya que, al fin y al cabo, le estaba saciando el hambre. El mendigo no salía de su asombro y vio cómo el cocinero se daba la vuelta muy enojado. Llevó la mano a su bolsillo, sacó las pocas monedas que le habían dado ese día y las tiró al suelo. El cocinero se dio la vuelta al oír el tintineo metálico de las monedas chocando con el suelo, pero sólo alcanzó a ver cómo el mendigo recogía la última moneda y la metía en su bolsillo de nuevo con el resto. Lo miró intrigado y el mendigo, lleno de amargura le preguntó: "¿Oíste el dinero?" a lo que el cocinero respondió "Sí, he oído el tintineo de las monedas" . El mendigo se puso su raído sombrero y le dijo: "Pues ya estás pagado". Y emprendió de nuevo su camino después de una pequeña reverencia sin volver la vista atrás.
(Esta historia me la contó Mandy una tarde de sol en nuestro "cuadrado" de la piscina de Sambrano. Guardo esa tarde de sol y esta historia como un tesoro)
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