12.7.07

pan con chocolate

Como tantos otros días, me acerqué a la báscula con miedo, resoplando, sabiendo de antemano lo que me iba a encontrar, pero con esa esperanza sin sentido de que todo puede haber cambiado mientras dormías y parte de tu cuerpo puede haberse desvanecido. Pero nunca ocurre eso. Incluso en esas rachas en las que pierdo el control de mí misma y me mato literalmente de hambre, la báscula parece reírse de mí cuando al cabo de dos semanas de comer sólo cosas verdes y cero- calóricas, me informa de que he perdido 600 ínfimos gramos y de repente, ese pantalón que creí que me sentaba un poco mejor o esa camiseta que ya no me marcaba la anatomía se vuelven lo que habían sido siempre, prendas que debían quedarse en el armario de nuevo hasta que “me sienten mejor, a ver si adelgazo”. Y vuelvo a mis chándals, que tan bien lo esconden todo, que no marcan nada. Y con la decepción de la báscula, decido vengarme de los miserables 600 gramos recuperándolos de golpe y con algunos extra. Una buena dosis de chocolate, de salados, de bebidas con azúcar… (para luego matarme de hambre en cualquier momento de mi vida en que me llevo una decepción o tengo la sensación de que lo que como es lo único que puedo controlar) Y todo vuelve a empezar. Vuelvo a comer como si fuera un niño de la posguerra, a quien el solo recuerdo del hambre lo hace comer compulsivamente para no volver a sentirla nunca más. Y se sacia, y se borra ese recuerdo. Me avergüenza la comparación porque ese niño sufrió el hambre y yo tengo la “enfermedad” (o tal vez debería ponerlo sin comillas) de la sociedad moderna, de las tontas, de las que no tienen otra cosa en la que pensar, de las que no están delgadas porque se han pasado a la buena vida, simplemente a la comodidad, el sedentarismo y el buen comer (léase “buen” por abundante, hipercalórico y demás atentados contra nuestra salud) Y mientras me como el bote grande de Pringles, las chocolatinas y me tomo la coca-cola, intento averiguar en qué momento de mi vida me pasé al bando de los que no se quieren, de los que intentan enfermarse a costa de lo que sea.

Hace unos días, en uno de mis constantes monólogos internos sobre esta manía de valorarme por lo que peso o lo que luzco (que hoy día ya ocupa gran parte de mi tiempo), me remonté a mi infancia,mi adolescencia y mi “no tan adolescencia”. Y me vi, con una piel preciosa, un cuerpecito de lo más resultón, un pelo lacio, brillante y una sonrisota constante de oreja a oreja (creo que es lo único que conservo, esa sonrisa eterna que mantengo porque sé perfectamente quién asoma por ella). Y recordé a mis amigos, a mis primos, a los que me rodeaban entonces. Éramos niños, juguetones, ingenuos, curiosos, veletas, risueños… y sobre todo, éramos comedores compulsivos de nubes, velas, flaxes, chupa-chups de Kojak, de “saldefruta”, de chiclets Bang-Bang, Bazoka (nada de Orbit sin azúcar y Xilitol), de Munchitos, de Baconcitos, de papas La Canaria, De Mars, Twix, Bounty, ambrosías “inglesas” (que las vendía el Talavera a 10 pesetas )… y ninguno de nosotros estaba gordo, ni enfermo, ni triste… Si acaso el típico gordito o gordita de la clase que, además, destacaba por ser el único. Dicen que la felicidad engorda… Pues en la época en que fuimos más felices, éramos todo cabeza y dientes, de lo delgados, rosaditos y sanos que éramos. Y mis recuerdos me transportaron a aquellas meriendas del cuartel viejo de Guía, ese sabor único que significaba siempre que el cole no se abría hasta el día siguiente y que podía bajar a jugar al patio hasta que cayera la noche. Ese sabor dulce, el sabor de la libertad, de la diversión, de las carreras, del escondite, de la FELICIDAD.

Y todo esto lo venía pensando en la guagua, mientras me tocaba cada parte de mi barriga donde había un michelín, cada parte de mi brazo que sobraba, la parte de mi cuello que no es mía… Y seguí recordando que la felicidad, definitivamente, no engorda, sino que lo que nos deforma (por dentro y por fuera) es la infelicidad, el descontento, los problemas que vienen irremediablemente con la edad, las decepciones, las preguntas sin respuesta, el futuro incierto… Y me di cuenta de que he sido una persona privilegiada desde que nací y de que por un momento, por un solo momento, me gustaría volver a aquellos días y darme cuenta, aunque fuese sólo por un rato, de que todo fue más simple, de que la felicidad se puede encontrar en las cosas más pequeñas, de que sólo por ese ratito no me iba a castigar, ni a culpar, de que sólo durante esos minutos, Natalia iba a ser Natalia, a solas consigo misma y con esa niñita que tiene hambre porque sigue siendo feliz. Decidí olvidarme de la mujer en la que me había convertido y la escuché. E hice lo que me pidió…

Y allí estaba, con 34 años, un viernes a las 3 de la tarde, en la plaza chica, con mi medio pan y mi tableta de Chocolate con Leche Tirma. Y la libertad y el amor por mí misma volvieron a existir, dejé de castigarme, de mirarme con rechazo, sonreía mientras comía sin pensar nada más que en aquel sabor único que los niños de ahora ya no disfrutan y seguía sonriendo, nostálgica y feliz.
Y toda esa maravilla duró justo… lo que dura el pan con chocolate.

(Confío en “curarme”, por la pequeña Natalia, que es la que asoma siempre en mi sonrisa)

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