Esa mañana no sabía por qué había recordado con mucha intensidad el día que la conoció. Recordó hasta el ruido de las olas rompiendo cerca de la avenida y el olor del combustible de los barcos atracados en los pantalanes. Ella estaba asomada a la barandilla, mirando el mar, intentando inútilmente gobernar su pelo movido por el viento. Recordaba su perfil esa mañana como si hubiese retrocedido veintidós años en un instante. La vio con la camisa larga, roja, pegándosele y despegándosele del cuerpo al antojo del viento, revelando intermitentemente su cuerpo proporcionado y firme debajo de la tela.
Él había tenido varias aventuras con mujeres en esos años en que la initimidad había dejado de existir, mientras la vida pasaba aburrida, pero tranquila, en una monotonía a veces insoportable, pero siempre vencida a fuerza de conformismo, de pereza y de miedo.
Esa mañana todo cambiaría. Le preguntaría directamente a ella lo que no le había preguntado jamás por temor a las consecuencias de una respuesta que él intuía.
Se levantó y se dirigió descalzo a la cocina. Con el recuerdo todavía fresco de aquel día en que la había visto asomada en la avenida, su aspecto le pareció más triste que de costumbre. Su pelo lacio atado sin gracia en una coleta detrás del cuello ya asomaba algunas canas aquí y allá, descaradas y tristes. Su cuerpo se había ensanchado y su pecho parecía tan decaído como ella misma. Se dio cuenta de que unas arrugas alrededor de los ojos se le habían pronunciado en poco tiempo. Se sentó, sirviéndose el café.
- Cariño... - dijo él.
- Dime - contestó ella de espaldas, sin mirarlo mientras untaba de pie la mantequilla en las tostadas.
- ¿Eres feliz?
Ella se quedó quieta, congelada por un segundo, sorprendida, sin duda por aquella pregunta. Se volvió a mirarlo. Vio cómo apenas había cambiado desde el día que lo conoció, a excepción de unas atractivas canas en las sienes. Su cuerpo era el mismo, joven, firme, aunque no lo disfrutaba desde hacía ya mucho tiempo. Sin duda, él había sabido aprovechar los años mejor que ella, huyendo de la tristeza y la responsabilidad de cualquier manera que no fuera delante de la televisión o cuidando la casa y a su hijo. Lo miró, dudando antes de responder. Movió ligeramente la cabeza a un lado y al otro casi imperceptiblemente y dijo con un hilo de voz:
- No. No soy feliz.
Tal vez en el fondo él no esperaba esa respuesta y el valor se esfumó como el humo que salía de la taza de café. No supo qué responder a la mirada de ella, que no se había movido, esperando que él asumiera la responsabilidad de la pregunta.
- ¿Me pones otra tostada? - dijo él, quitándole la mirada y cogiendo el azucarero para poner torpemente el azúcar dentro de la taza.
Ella se quedó unos segundos esperando a que la volviera a mirar. No podía hacerle aquella pregunta y desentenderse. No podía hacerla desvelar aquella verdad que le pesaba como una losa encima de los hombros desde hacía tantos años y ahora no decir o hacer nada... Tartamudeando nerviosa le dijo:
- Sí, claro...
Se sentó y desayunaron en silencio, como siempre. Él se despidió diciéndole que llegaría tarde del trabajo y ella le preguntó si había algo urgente para la colada.
Durante el rato que ella se quedó sentada sola en la cocina vacía antes de levantarse para hacerse cargo de la casa, lo único que recordó aquella conversación momentáneamente esperanzadora fue la lágrima que había quedado cerca de la tostadora donde le había hecho la última rodaja de pan de aquel desayuno. De otro desayuno.