Las últimas palabras que me he concedido decir antes de lo que voy a hacer, no las escuchará nadie. Pero me las digo para que mi alma pueda descansar a partir de ese momento en que lo que tengo planeado sea un hecho.
Cuando supe que mi verdugo se llamaba Ángel, no pude evitar una sonrisa amarga y los recuerdos de los golpes, las humillaciones, los escupitajos y orines encima de mí se volvieron claros, no como cuando me tenían encerrada en aquella mazmorra, donde nadie me oía gritar y, de nadie oírme, dejé de hacerlo. Mientras me torturaba, no sabía bien lo que estaba pasando, pero en este momento, sí. Con una claridad que me asusta.
Este momento en que siento el frío del tronco y los pequeños pegotes secos y podridos de sangre de víctimas anteriores en mi cara es el final de un largo camino de tortura. Ya habían empezado a cicatrizar los latigazos en mi espalda, los martillazos en mis piernas, las quemaduras en mi rostro y los clavos en mis brazos, cuando mi verdugo, aburrido de la tortura, decidió volver y matarme de una vez por todas. Una muerte rápida e indolora, si pienso en el padecimiento anterior.
Todo fue un montaje bien tramado para traerme hasta aquí. Con las manos atadas, de rodillas e inclinada sobre este tronco que será mi último descanso en vida, los pensamientos se suceden claros, ordenados, mi respiración se acelera, él cree que es por miedo y disfruta blandiendo el hacha mientras me mira a través de la máscara negra que le cubre la cara, una cara que nunca llegué a ver.
Cuando te torturan una y otra vez y luego te curan las heridas mientras te dicen que eres amada, que eso no está ocurriendo, que es producto de tu imaginación, el cerebro, en poco tiempo, es incapaz de discernir la realidad y, aun cuando las heridas duelen y siguen sangrando e infectándose, dudas.
Lo oigo respirar más profundamente, sopesando el peso del hacha y calculando por dónde me cortará la cabeza y mi tiempo se acaba.
Es el momento de ordenar las ideas. El dolor de desencajarme una mano para liberarla no me supondrá mucho después de un año y medio meando sobre mis meados y cagando sobre mis cagadas en una mazmorra, siendo torturada casi a diario.
Lo miro, me mira, sonríe con la satisfacción adelantada de asesinarme y en ese momento, muevo mi muñeca, torciéndola hasta notar cómo los huesos se descolocan, se me salen de la carne y, en medio de un aullido de dolor que lo deja estupefacto, me pongo en pie, con la mano sana le arrebato el hacha y doy una vuelta sobre mí misma para coger impulso... él intenta parar el hachazo con sus propias manos, pobre de él, y se queda sin una de ellas. Con mi segunda vuelta, mientras grita de dolor, le corto a la altura de una rodilla y cae. Los chorros de sangre me ciegan, pero doy una vuelta más y le abro el estómago, mientras observo sus tripas indecisas entre salirse o quedarse dentro de él, gelatinosas, rojas y blanquecinas. Aún vive. Me mira sin entender qué es lo que ha pasado. Y yo, bañada en su sangre, le digo antes de escupirle en la cara "Tú me hiciste fuerte a base de torturas. Tú me has enseñado a matarte". Balbuceó acostado de lado, con espasmos, mientras la poca sangre que le quedaba en el cuerpo se le escapaba ya en pequeños hilillos y antes de que dejara de respirar, me fui. Debía ser una imagen espantosa verme caminar cojeando, cubierta de sangre y llena de cicatrices, pero caminé con la cabeza lo más alta que pude y me alejé dejando atrás a mi torturador y verdugo dando los últimos estertores antes de la muerte.
Sólo quiero volver a vivir sin que me martiricen y torturen a diario sólo por diversión.
Sólo quiero volver a no tener miedo cuando oigo pasos delante de mi puerta.
Sólo quiero volver a ser quien era antes de esta locura, aunque las cicatrices me lo recuerden toda la vida.
Por eso yo maté a mi verdugo. Yo tuve que matar a mi verdugo... y me dolió más que todo lo sufrido en aquella mazmorra durante un año y medio.