10.12.12

ÚLTIMOS MOMENTOS CON MI VERDUGO






 Las últimas palabras que me he concedido decir antes de lo que voy a hacer, no las escuchará nadie. Pero me las digo para que mi alma pueda descansar a partir de ese momento en que lo que tengo planeado sea un hecho.
Cuando supe que mi verdugo se llamaba Ángel, no pude evitar una sonrisa amarga y los recuerdos de los golpes, las humillaciones, los escupitajos y orines encima de mí se volvieron claros, no como cuando me tenían encerrada en aquella mazmorra, donde nadie me oía gritar y, de nadie oírme, dejé de hacerlo. Mientras me torturaba, no sabía bien lo que estaba pasando, pero en este momento, sí. Con una claridad que me asusta.

Mientras pienso estas palabras, mi cabeza reposa sobre un grueso tronco y él sostiene el hacha en alto, cogiendo fuerza y aliento para cortarme la cabeza y enviarme a la otra vida por un pecado que yo no cometí. 
Pero antes de que esa hacha me separe la cabeza del cuerpo con un golpe certero, yo seguiré pensando estas palabras que no me darían el valor de hacer lo que haré en unos segundos si no las pienso fríamente.
Este momento en que siento el frío del tronco y los pequeños pegotes secos y podridos de sangre de víctimas anteriores en mi cara es el final de un largo camino de tortura. Ya habían empezado a cicatrizar los latigazos en mi espalda, los martillazos en mis piernas, las quemaduras en mi rostro y los clavos en mis brazos, cuando mi verdugo, aburrido de la tortura, decidió volver y matarme de una vez por todas. Una muerte rápida e indolora, si pienso en el padecimiento anterior.
Todo fue un montaje bien tramado para traerme hasta aquí. Con las manos atadas, de rodillas e inclinada sobre este tronco que será mi último descanso en vida, los pensamientos se suceden claros, ordenados, mi respiración se acelera, él cree que es por miedo y disfruta blandiendo el hacha mientras me mira a través de la máscara negra que le cubre la cara, una cara que nunca llegué a ver.
Cuando te torturan una y otra vez y luego te curan las heridas mientras te dicen que eres amada, que eso no está ocurriendo, que es producto de tu imaginación, el cerebro, en poco tiempo, es incapaz de discernir la realidad y, aun cuando las heridas duelen y siguen sangrando e infectándose, dudas.
Lo oigo respirar más profundamente, sopesando el peso del hacha y calculando por dónde me cortará la cabeza y mi tiempo se acaba.
Es el momento de ordenar las ideas. El dolor de desencajarme una mano para liberarla no me supondrá mucho después de un año y medio meando sobre mis meados y cagando sobre mis cagadas en una mazmorra, siendo torturada casi a diario.
Lo miro, me mira, sonríe con la satisfacción adelantada de asesinarme y en ese momento, muevo mi muñeca, torciéndola hasta notar cómo los huesos se descolocan, se me salen de la carne y, en medio de un aullido de dolor que lo deja estupefacto, me pongo en pie, con la mano sana le arrebato el hacha y doy una vuelta sobre mí misma para coger impulso... él intenta parar el hachazo con sus propias manos, pobre de él, y se queda sin una de ellas. Con mi segunda vuelta, mientras grita de dolor, le corto a la altura de una rodilla y cae. Los chorros de sangre me ciegan, pero doy una vuelta más y le abro el estómago, mientras observo sus tripas indecisas entre salirse o quedarse dentro de él, gelatinosas, rojas y blanquecinas. Aún vive. Me mira sin entender qué es lo que ha pasado. Y yo, bañada en su sangre, le digo antes de escupirle en la cara "Tú me hiciste fuerte a base de torturas. Tú me has enseñado a matarte". Balbuceó acostado de lado, con espasmos, mientras la poca sangre que le quedaba en el cuerpo se le escapaba ya en pequeños hilillos y antes de que dejara de respirar, me fui. Debía ser una imagen espantosa verme caminar cojeando, cubierta de sangre y llena de cicatrices, pero caminé con la cabeza lo más alta que pude y me alejé dejando atrás a mi torturador y verdugo dando los últimos estertores antes de la muerte.
Sólo quiero volver a vivir sin que me martiricen y torturen a diario sólo por diversión.
Sólo quiero volver a no tener miedo cuando oigo pasos delante de mi puerta.
Sólo quiero volver a ser quien era antes de esta locura, aunque las cicatrices me lo recuerden toda la vida.
Por eso yo maté a mi verdugo. Yo tuve que matar a mi verdugo... y me dolió más que todo lo sufrido en aquella mazmorra durante un año y medio.

11.9.12

 A los cuarenta no eres ni joven ni viejo. A los cuarenta estás en una especie de limbo donde te relames aún con el sabor de la juventud que no acaba de irse y no sabes si es un espejismo, como quien siente una pierna durante un tiempo después de amputada o si es real, que nada ha cambiado, que "cuarenta", en realidad, no significa nada, que es sólo el número que va detrás del treintainueve y el resto son cuentos de vieja. Hace unas pocas semanas que crucé la barrera de la treintena y he abierto la puerta a algo que llevo temiendo toda la vida atemorizada por palabras como "cuarentona", "solterona", "pureta"... y no sé si es que soy un bebé en esto de la cuarentena o que sigo en ese estado de no haberlo asimilado pero... pero sigo siendo yo. Ninguno de mis miedos se ha hecho realidad: sigo aferrada a la soltería como modo de vida, negada a la maternidad y, ni por un solo momento, he dudado de esas decisiones que tomé cuando tenía "toda una vida por delante" para cambiar de idea. "Que luego no hay vuelta atrás", "Que se te pasa el arroz", "Que en la vejez vas a estar muy sola"... son frases que me espantan por lo amenazantes por un lado y lo egoístas por el otro. Cierto que echas la vista atrás y ves un desfile de caras y nombres tan largo que parece que no has vivido cuarenta años, sino cien. Nombres y apellidos que en un momento lo significaron todo y que ahora son sólo recuerdos lejanos con caras incompletas y voces olvidadas, y piensas que algunas de esas personas debió quedarse en tu vida, o que alguno de esos hombres era "el bueno" y no lo supiste ver. Pero aquí estoy, más viva que nunca, con el corazón roto una vez más, con la mochila cargada de decepciones recientes pero más viva que nunca. Supongo que en lo que yo imagino como vejez no existen esas emociones; que uno llora por los amigos que se mueren, no por los que se van de tu vida por voluntad propia; que se está curado de espanto y todo llueve sin llegar a calar; que el amor es diferente, calmado y no es esta pasión que hace que el cuerpo duela; que uno mira más atrás que adelante... Mirado todo esto puedo decir que los cuarenta sí significan algo; algo muy distinto de lo que yo pensaba y de lo que me habían contado: los cuarenta te hacen sonreír al mirarte al espejo porque sigues siendo la misma persona, pero ahora le guiñas el ojo a la vida con la complicidad del que ha descubierto el truco y no se lo va a contar a nadie. 

La tercera crisis lo llaman, cuando descubres quién eres y quién quisiste ser siempre. Inspirado por Beatriz de Vega Santiago y su blog "El Vicio de Contar".





14.12.11

Rubio


Ay, dolor, que vuelves a inspirarme. Ay, amigo que traes con tu miseria lo mejor que guardan las palabras olvidadas cuando la felicidad las calla.
Ay, este momento en que entre lágrimas todavía consigo ver cada peca de su espalda.
Este momento en que no necesito cerrar los ojos para vivir nítidamente, casi real, la sensación de su pelo rubio entre mis dedos mientras él dormía o simplemente sonreía en silencio apoyando su cabeza en mis piernas. Cuando la prisa era sólo una idea casi olvidada. Cuando lo mejor estaba por llegar y me relamía con el sabor de un beso reciente.
Ay, ahora, que cada momento de felicidad es una puñalada que me asesta el recuerdo.
Ahora que mis sábanas huelen a detergente de dolor por no oler más a ti.
Hoy, todavía demasiado reciente, esos recuerdos no dejan lugar a la razón. Sólo quiero que estés aquí, quiero oír tus pasos por el pasillo, quiero tus colillas en mi cenicero, quiero tu camiseta tirada en el suelo del cuarto, quiero en mi frente esa respiración suave de cuando duermes y quiero que me vuelvas a agarrar la cara entre las manos mientras me prometes que no vas a marcharte.
Quiero que vuelvas a mentirme así.
Quiero sentir el vacío de cuando te marchabas y quiero la esperanza casi cierta de que volverías.
Quiero incluso la decepción de no tenerte y la sorpresa de recuperarte.
Quiero que el timbre seco de mi puerta sea el sonido de la felicidad.
Quiero ese círculo interminable de tenerte y no tenerte. De no tenerte y tenerte.


Quiero no estar así: queriendo y queriéndote sin querer. Porque no quiero quererlo y, sin querer, lo quiero. Y sin querer, te quiero.


30.9.11

Creí que lo sabías...







La historia de mi vida sin tu cara es un puzzle incompleto.
Fuiste la más luminosa y pura de las inspiraciones.
Me enseñaste que uno puede vivir la vida que quiere aunque el mundo no esté de acuerdo.
Que quizás uno no sea el modelo a seguir por nadie, pero sí el reflejo que todos querrían ver cuando se miran al espejo.
Creí que lo sabías.

Hoy, el insecto de la maldad ha entrado en tu oído, llegando a tu cerebro hasta corromperlo.
Tu pureza se ha convertido en podredumbre.
Tu fuerza, en debilidad.
Tu lealtad, en traición.
Tu amor, en odio.
Tu tolerancia, en rencor.
Tu libertad, en esclavitud.
Tu valentía, en dependencia.
Tu soledad, en carnaval.
Tu elegancia, en vulgaridad.
Tú, en algo que abominabas.

Mi confianza se convirtió en arrepentimiento.
Mi fe, en decepción.
Mi admiración, en lástima.
Mi amor, en miedo.
Mi recuerdo, en tristeza.
Yo, en algo que abominas.

Tu alma cayó en la cuna de la adulación, la murmuración y el auxilio externo, cansada de luchar sola.
Sí, pensaré eso, que el cansancio te pudo y que lo que eres ahora es sólo la forma de no volver a una vida que decías amar pero que en realidad odiabas. No importa, vieja amiga. Yo me lo creí y sigo el camino que, aunque fuera equivocadamente, aprendí de ti.
Es este momento, en el que puedo escribir sobre ti, el de la despedida.
Ya eres otra hormiga de Macondo.
Suerte en tu viaje.

8.8.11

Prosigue mi viaje...


Trayectos tranquilos en los que contemplo llanuras sin mácula, donde una suave brisa acaricia mi cara sonriente, a salvo de todo mal.
Prosigue mi viaje.
Pequeñas colinas comienzan a aparecer amenazando una orografía más escarpada. Montañas que atrapan las nubes escondiendo sus afilados picos. La brisa se convierte en un viento frío que trae consigo nubarrones de tormenta. Siempre me gustaron las tormentas. Pero esta vez me ha sorprendido sin abrigo ni protección. No tengo la barrera del cristal de mi ventana para admirar su poder sin mojarme ni pasar frío. Sólo voy en este tren al que un rayo ha destrozado el techo y el ruido de los truenos y el resplandor de los relámpagos me asustan ahora. Intento buscar a los otros pasajeros, pero no veo a nadie en el tren. Ahora recuerdo que me quedé dormida. Soñaba con un loco que se reía de todo y se despedía con la mano sonriendo mientras salía por una puerta, dando un portazo que resultó ser el trueno que me despertó. Mientras dormía, todos los pasajeron abandonaron el tren y ahora la tormenta descarga sobre los largos vagones vacíos y, en medio de uno, yo, mirando los restos humeantes del techo mientras millones de gotas afiladas se precipitan, impidiéndome tener los ojos abiertos más de un segundo. Huérfana de esperanza voy en este tren, sin que nadie se preocupara de despertarme antes del desastre. Un túnel. Acaba de entrar en un túnel. Es oscuro, largo, estrecho. Al menos dentro de él estoy a salvo de la tormenta. El ruido del tren rebotando en las paredes y el techo del túnel es ensordecedor, casi no puedo escuchar mis propios pensamientos. ¿Por qué es tan largo?.
He debido desmayarme. Soñé con un esqueleto que me llamaba, agarré los huesos duros pero frágiles de una de sus manos y caminé con él. Me dijo "Soy el arcano número 13, ¿me reconoces? Sigamos caminando". Y me desperté. El tren sigue en el túnel, es larguísimo, a ratos me desespero y creo que no va a acabar nunca. Ya no pienso en los pasajeros del tren, sólo en mi soledad aquí adentro. Sé que me acostumbraré a esta oscuridad y este silencio y que me acompaña el esqueleto de los débiles huesos. Y sé también que, al igual que el loco de mi primer sueño, el esqueleto también se despedirá de mí justo cuando el tren salga de este túnel. Primero voy a acostumbrar mis ojos y mis oídos a él para poder soportarlo. Luego veré la luz de la salida. Y algo me dice que lo que he soñado toda mi vida sin atreverme a materializarlo me espera inevitablemente ahí afuera, al otro lado. Prosigue mi viaje...

7.5.11

Desde el Limbo

Ya es toda una vida, pequeño... Es una juventud y un verle las orejas al lobo de la madurez sin encontrar la manera de parar el corazón que se acelera cuando pasas delante de mi puerta. El recuerdo del solitario segundo en que miras indiferente y me saludas con la mano se alarga hasta llenar un día entero. Y la costumbre de toda una vida cambia en mi mente esa indiferencia por timidez porque, si por un segundo dejara de soñar, dejaría también de soñarte. Prefiero pensar que tú también llevas toda tu vida criando mariposas en el estómago por mí y que por alguna razón que se te escapa no te has acercado a decirme que "Ya es toda una vida, pequeña..."

No quiero confesarlo, quiero que tú sigas siendo ese secreto que me da la vida un segundo al día, siete segundos a la semana, treinta segundos al mes. Ése es el poder que yo te he dado y que no quiero quitarte porque es una eternidad acostumbrándome a soñar contigo hasta hacerte mío sin permiso.

No quiero vivir a tu lado una vida anodina, mediocre, gris. No quiero conocer tu naturaleza, tu día a día. No quiero verte enfadado, ni dormido, ni sucio, ni cansado, ni hambriento, ni necesitado. Tampoco quiero saber el color de tu cepillo de dientes, de las puertas de tus armarios ni cuántas sillas rodean la mesa de tu cocina. Quiero vivir sin saber cada cuánto cambias tus sábanas y las toallas de tu baño y lo llena que está tu despensa. Para eso ya está el mundo. Ese mundo al que no quiero bajar porque me decepciona, me desilusiona y me asfixia. Prefiero este limbo que ocupa ya la mayor parte de mi vida en que nos acompañamos sin que tú lo sepas, sin tener que oler el humo de los coches o los perfumes de los que pasan a nuestro lado. Me gustan la voz que te he puesto, los pensamientos que he creado para tu mente, los sentimientos que he inventado para tu corazón. No quiero hablarle a nadie de ti porque dejarías de ser lo que yo quiero que seas. No quiero que opiniones que no me importan emponzoñen la perfección con que te adorno desde que soy capaz de sentir. Sólo cuando encuentre a alguien que me aplauda por no tener los pies en la tierra, revelaré que existes. Hasta entonces, mantente joven, sano, rutinario y puntual. Por mi parte, prometo cada día estar atenta para verte pasar fugazmente por delante de mi puerta.

9.4.11

Otro desayuno

Cuando sonó el despertador, él ya estaba despierto. Sonó unos segundos más hasta que lo sacó de su abstracción. Lo apagó y volvió a tumbarse en la cama para seguir dando vueltas a la idea que le rondaba la cabeza desde que ella había salido de la cama para preparar el desayuno que llevaban compartiendo desde hacía veintiún años. Cada mañana era lo mismo, el olor a café, a pan tostado y ella en silencio rodeada del tintineo de las cucharillas y las tazas mientras las colocaba en la mesa.
Esa mañana no sabía por qué había recordado con mucha intensidad el día que la conoció. Recordó hasta el ruido de las olas rompiendo cerca de la avenida y el olor del combustible de los barcos atracados en los pantalanes. Ella estaba asomada a la barandilla, mirando el mar, intentando inútilmente gobernar su pelo movido por el viento. Recordaba su perfil esa mañana como si hubiese retrocedido veintidós años en un instante. La vio con la camisa larga, roja, pegándosele y despegándosele del cuerpo al antojo del viento, revelando intermitentemente su cuerpo proporcionado y firme debajo de la tela.
Él había tenido varias aventuras con mujeres en esos años en que la initimidad había dejado de existir, mientras la vida pasaba aburrida, pero tranquila, en una monotonía a veces insoportable, pero siempre vencida a fuerza de conformismo, de pereza y de miedo.
Esa mañana todo cambiaría. Le preguntaría directamente a ella lo que no le había preguntado jamás por temor a las consecuencias de una respuesta que él intuía.
Se levantó y se dirigió descalzo a la cocina. Con el recuerdo todavía fresco de aquel día en que la había visto asomada en la avenida, su aspecto le pareció más triste que de costumbre. Su pelo lacio atado sin gracia en una coleta detrás del cuello ya asomaba algunas canas aquí y allá, descaradas y tristes. Su cuerpo se había ensanchado y su pecho parecía tan decaído como ella misma. Se dio cuenta de que unas arrugas alrededor de los ojos se le habían pronunciado en poco tiempo. Se sentó, sirviéndose el café.
- Cariño... - dijo él.
- Dime - contestó ella de espaldas, sin mirarlo mientras untaba de pie la mantequilla en las tostadas.
- ¿Eres feliz?
Ella se quedó quieta, congelada por un segundo, sorprendida, sin duda por aquella pregunta. Se volvió a mirarlo. Vio cómo apenas había cambiado desde el día que lo conoció, a excepción de unas atractivas canas en las sienes. Su cuerpo era el mismo, joven, firme, aunque no lo disfrutaba desde hacía ya mucho tiempo. Sin duda, él había sabido aprovechar los años mejor que ella, huyendo de la tristeza y la responsabilidad de cualquier manera que no fuera delante de la televisión o cuidando la casa y a su hijo. Lo miró, dudando antes de responder. Movió ligeramente la cabeza a un lado y al otro casi imperceptiblemente y dijo con un hilo de voz:
- No. No soy feliz.
Tal vez en el fondo él no esperaba esa respuesta y el valor se esfumó como el humo que salía de la taza de café. No supo qué responder a la mirada de ella, que no se había movido, esperando que él asumiera la responsabilidad de la pregunta.
- ¿Me pones otra tostada? - dijo él, quitándole la mirada y cogiendo el azucarero para poner torpemente el azúcar dentro de la taza.
Ella se quedó unos segundos esperando a que la volviera a mirar. No podía hacerle aquella pregunta y desentenderse. No podía hacerla desvelar aquella verdad que le pesaba como una losa encima de los hombros desde hacía tantos años y ahora no decir o hacer nada... Tartamudeando nerviosa le dijo:
- Sí, claro...
Se sentó y desayunaron en silencio, como siempre. Él se despidió diciéndole que llegaría tarde del trabajo y ella le preguntó si había algo urgente para la colada.
Durante el rato que ella se quedó sentada sola en la cocina vacía antes de levantarse para hacerse cargo de la casa, lo único que recordó aquella conversación momentáneamente esperanzadora fue la lágrima que había quedado cerca de la tostadora donde le había hecho la última rodaja de pan de aquel desayuno. De otro desayuno.



29.3.11

Hijos pródigos


Un año ha pasado desde que la voz de Amaranta quedó acallada por su propia mente. Un año de un silencio sepulcral de la inspiración. Un año de boicot a todo lo que escribir significaba para mí.
A veces los exorcismos deben hacerse cuando ya conoces al demonio que llevas dentro y no cuando no sabes contra lo que luchas. Y, sin darme cuenta, he esperado el momento idóneo para volver después de una batalla encarnizada contra el mismo Lucifer.
Ahora he vuelto. No sé si renovada, si mejorada o desmejorada, pero he vuelto. Con pequeños y grandes diablos que deben salir de mí por la vía que mejor sé usar, que es el papel o, en este caso, el teclado de un ordenador que me sirva de ventana para lanzar mis pensamientos a un mundo donde puede no haber nadie pero que sé que recoge y esconde en alguna parte lo que no quiero tener indómito por dentro.
Muchas historias pasan ahora por mi mente, arremolinadas y desordenadas, esperando a que les dé el orden que las debilitará para convertirlas en recuerdos incapaces de dañar.
Vuelven a casa las palabras, la inspiración, las ganas, el tiempo. Y no como la historia bíblica donde huían por deseo propio, no. Ellos vuelven a una casa de donde fueron expulsados. Así que no sé si debo llamarlos los hijos pródigos o si la hija pródiga soy yo, que cerré mis puertas para abrirlas al error, la tristeza, el abandono y ahora encuentro que ellos me esperaban donde los dejé antes de este tiempo perdido de mi vida pero, estoy segura, prolífico en relatos.
Sea como sea, he vuelto. Gracias por esperar, palabras.

3.3.10

Aunque él no lo sepa


Desde la parada de guaguas de la Shell de Tomás Morales vi venir la línea 25, que llevaba un buen rato esperando. A esa hora esperar esa línea es un suplicio y la pequeñísima marquesina de la gasolinera se va llenando de gente impaciente y taciturna que mira al suelo o a los taxis que pasan, probablemente deseando poder permitirse el lujo de coger uno.
Al subir, milagrosamente, encontré un asiento libre y me senté, acomodando el maletín con el ordenador, una mochila con mi ropa y el gordísimo libro en que estaba enfrascada en esos días. Tanta prisa llevaba, que ni siquiera me puse los auriculares, como suelo hacer, para abstraerme de los golpes de tos, las conversaciones en voz más o menos baja, los bocinazos de los impacientes conductores que intentan cambiar de carril o el zumbido de alguna ambulancia. Sólo quería llegar a la hora convenida a Las Arenas, donde me esperaban.
Me senté de espaldas al conductor, así que a cada rato volvía el cuello para mirar por qué había parado la guagua y también por pura impaciencia, como si mirar hacia adelante me hiciera menos largo el trayecto. Manías inexplicables.

Aquel hombre subió en la parada de la piscina Julio Navarro, aunque no lo vi en el momento de subir; encontré su triste figura sentado enfrente de mí de repente. Debía tener casi los setenta o eso aparentaba. Vestía una camisa de botones celeste, un pantalón azul oscuro y unos zapatos negros limpios. Llevaba el pelo blanco bien peinado hacia atrás. Pero tenía la expresión más triste que he visto nunca. Sus ojos azules estaban apagados, las arrugas alrededor de ellos los hacían caer aún más que aquella tristeza. La postura de su espalda lo hacía parecer un poco jorobado, tal era la pesadumbre que parecía cargar sobre los hombros. Y vi un pañuelo negro asomando por el cuello de su camisa, tapando inequívocamente una traqueotomía.
Pestañeaba despacio, mirando ahora por la ventana, ahora al suelo y un suspiro se le escapaba a ratos.
Llevaba los brazos caídos sobre las piernas y al final de ellos, las manos limpias con los dedos de una cruzados con los de la otra, como en una postura abandonada de oración.

Me produjo mucha tristeza... mucha. No lo había visto nunca, pero sentí un enorme y profundo cariño por aquel hombre al borde de la vejez que parecía tan solo.

Como tantas otras veces, imaginé cómo podía ser su vida, lo imaginaba joven, fumándose un pitillo, imaginaba el duro golpe de aquella traqueotomía que lo hacía taparse el cuello en una noche de tanto calor y me imaginaba cómo pudo haber sido su joven sonrisa, aunque aquella expresión me hacía difícil pensar que aquel hombre hubiese sonreído alguna vez.

Lo quise, sin darme cuenta. Pensé para mis adentros que ojalá estuviese equivocada en todas mis conjeturas y deseé con mucha fuerza que fuese feliz a partir de ese momento. Que nada malo le ocurriera porque, detrás de aquella inmensa tristeza, también había bondad. Tenía la cara de quien no merece que nada malo le ocurra jamás.
No me miró una sola vez. A decir verdad, no miró a nadie en el trayecto en que estuvo en la guagua. Se bajó en la parada de Mesa y López y no me pareció que supiera muy bien a dónde iba, porque desde el último escalón miró a un lado y luego al otro y luego bajó despacio, agarrado de la barandilla para ayudarse. Por la ventana lo vi alejarse sin niguna prisa, con la espalda ligeramente hundida hacia el callejón que lleva a Juan Manuel Durán con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y casi arrastrando los zapatos limpios.

Nunca podrá imaginar que la mujer que estaba sentada enfrente suyo en la guagua aquel día, acabaría por escribirle unas líneas a modo de recuerdo y buenos deseos. Ni tampoco sabrá que alguien que no lo conoce y a quien no conoce, sin saber por qué, lo quiere de alguna manera.

No es una historia de amor al uso. No es ni siquiera un cuento con final feliz. Probablemente no se va a producir jamás un reencuentro entre los protagonistas. Nunca lo he vuelto a ver, ni lo había visto antes.
Pero... su mera y triste presencia despertó en mí la compasión y el cariño hacia alguien que no conocía. Me hizo desearle toda la suerte que pudiera abarcar su espíritu. Y, desde ese momento, no lo he olvidado. Incluso se cuela en mis oraciones y veo sus ojos azules mirando al suelo sin querer.

Y, siendo así... ¿Quién puede decirme que esto no es también una historia de amor?


(Ilustración: V. Van Gogh)

19.1.10

Estaciones


Una vez me hablaron de una alegoría muy bonita sobre las personas que pasan por tu vida; en ella éstas eran como un viaje a través de distintas estaciones de tren. Y qué imagen más bella que la de una estación de trenes, llena de despedidas y encuentros. No como en los fríos aeropuertos donde un malhumorado policía te dice hasta dónde puedes acompañar a la persona de la que te despides o que te despide a ti y te hace quitar los zapatos, registra tu equipaje y te palpa desde los brazos hasta los tobillos por si llevas algún arma mortal o algún explosivo... No. En las estaciones puedes llegar hasta el mismo punto donde el adiós es inevitable. Puedes incluso correr hasta el final del andén agitando los brazos mientras el tren se hace pequeño a lo lejos.

Y la vida es, sin duda, como ese traqueteo constante, donde el suave balanceo sobre los raíles puede dejarte dormido, o puede hacerte pensar cosas que sólo piensas cuando viajas en él.

Pero lo más bonito de esos viajes es, sin duda, el pasajero que se sienta casualmente a tu lado y mejora el recuerdo de ese viaje sólo por haber compartido contigo ese rato que dura el trayecto que el destino quiso que hicieran juntos.

En mi viaje, hace unas cuantas paradas, subió Néstor. Al principio sólo se sentó a mi lado por pura casualidad, incluso me pareció un viajero incómodo, de ésos con los que cruzas miradas y esbozas una sonrisa que acaba antes casi de empezar porque él ya te había quitado la vista. Pero el viaje era largo y finalmente se acostumbró a verme sentada a su lado. Y yo a verlo sentado a él, aunque a veces tuviera una conversación incesante y otras se quedase callado durante horas.
Néstor se convirtió en mi acompañante en uno de los trayectos más bonitos y a la vez inciertos de mi vida. En las primeras estaciones el sonido de nuestras voces molestaba incluso a otros pasajeros, porque hablábamos hasta la madrugada y reiniciábamos la conversación desde que despertábamos. Nos contábamos muchas cosas, nos reíamos de otras, hasta llorábamos por esto o por lo otro para volver a iniciar otra conversación cualquiera en cualquier momento.

En algunas paradas subieron amigos suyos que se sentaron a nuestro lado; bueno, al suyo, acostumbrándose a la nueva compañía de la misma manera que se había acostumbrado él.
Y el viaje parecía largo, pero las estaciones se sucedían una detrás de otra, aun cuando yo quitase la vista al pasar por ellas para no acordarme de lo que eso significaba.

Escribo esto aún subida al tren, en pleno viaje, en mitad de la noche sin saber siquiera por dónde viajamos a estas horas. Y ahí sigue de vez en cuando, apoyando su cabeza en mi hombro para descansar cuando se queda dormido. Y otras veces, las menos, incluso habla del viaje como si nunca fuese a terminar, mientras yo veo pasar las estaciones una detrás de otra, deseando que lo que me dice sea cierto. Tanto me acostumbré a despertar y verlo ahí, que ni recordaba hacia dónde me dirigía. Pero ahora no se me olvida que cuando se sentó a mi lado fue porque él iba a alguna parte y yo me dirigía a algún otro lugar. Y no sé si es porque el silbato del tren, que había dejado de escucharlo, vuelve a sonar incesante estación tras estación, pero lo cierto es que en cada una de ellas vuelvo la cabeza hacia su asiento y lo veo mirar el reloj, impaciente, o a veces incluso se cambia de sitio para emprender conversaciones con otros pasajeros... Y presiento que su parada está cercana.

Dicen los que me conocen que en el fondo tengo miedo de alejarme demasiado de mi sitio, que todo eso que me digo en silencio en el tren es sólo producto de mi miedo y que tal vez nuestra parada, la de Néstor y la mía, sea la misma. Que el viaje, lejos de acabar, está empezando. Pero él ya no habla por las noches; se duerme o pasea por los vagones buscando algo con la mirada. Y cuando amanece, lo veo asomado a la ventana, ladeando la cabeza hacia los dos lados, con el viento haciéndolo parpadear, como ansioso por vislumbrar algo que no sé qué es.
Y aunque siga apoyando la cabeza en mi hombro para descansar, ya no sé lo que sueña.
Así que, a esta hora en la que escribo esta triste corazonada, miro a cada rato hacia el pasillo a ver si lo veo venir bostezando hacia su sitio, que es justo al lado mío, pero no veo a nadie...
Y pienso que a lo mejor es el momento de mirar mi billete para recordar el nombre de la estación donde yo debo bajarme, no se me vaya a pasar...


(Me lleve a donde me lleve este tren y te lleve donde te lleve a ti, te recordaré siempre como el mejor compañero de viaje que he tenido nunca).

A Néstor.