12.4.09

Sabios microscópicos


No tengo ni idea de cuánto tiempo hacía que nadie se molestaba en limpiar los libros que ocupaban aquellas estanterías.
Empecé a llevar en brazos hacia el salón todos los que podía cada vez para ahorrarme paseos innecesarios. Me di cuenta de que eran muchos, de muchos tamaños, de muchos temas distintos, de muchos colores, de muchos años, de pocos años, sin traducir, traducidos...
No sé si tardé tanto en quitarles el polvo porque me entretenía mirando cada uno, meneando sus páginas para que saliera de ellas el polvo, curioseando lo que contaban. Pero estuve un larguísimo rato hasta que quedaron nuevos otra vez.
Abrí las ventanas para que la atmósfera se despejara y vi, a mi alrededor, pequeñas nubecitas de polvo, danzado ingrávidamente por encima y alrededor de los libros y de mí, que los seguía curioseando con muchas ganas pero sin ninguna prisa. Allí estaban, huyendo a través de la ventana o arrastrados hacia ella por la corriente de aire, los millones de pequeños ácaros que habían vivido tanto tiempo entre sus páginas. Se marchaban desterrados, dejando paso a los nuevos que en breve, seguro, volverían a asentarse entre aquellas páginas llenas de tantas cosas para recostarse entre las hojas y quién sabe, si para devorar lo que dicen.
El caso es que no pude resistirme a hacer la foto que encabeza estas palabras. Nuevos otra vez, apilados unos encima de otros, esperando para ser recolocados en sus estanterías limpísimas ahora, pero que ya iban haciendo sitio para los nuevos curiosos invisibles que, en el momento publicarse esto, sin duda ya estarán agrupándose para pasar una larga temporada a la sombra de las miles de hojas que forman esa pequeña gran biblioteca.
Los habrá políglotas; algunos saldrán siendo expertos en arte; otros serán poetas; otros, aburridos de las matemáticas o de la física les dirán a los que habitan los libros de Benedetti que les reciten algún lindo poema...
Pero todos, a su manera, se habrán convertido ya, cuando vuelvan a ser desterrados por a saber qué manos esta vez, unos sabios microscópicos.

9.4.09

Hayóm heíra hashémesh et imkéy nafshí (Hoy la luz del Sol ha entrado en mi alma)


Orí llegó una tarde sin esperarlo, como suele ocurrir con los mejores momentos de tu vida.
Venía de muy lejos, de muy, muy lejos: de Galilea.
Orí es un israelí rubio. Rubio el cabello; rubias las cejas; rubia la barba. Con ojos azules y la piel morena por el Sol. Con una voz tan suave que parece recitar un poema cada vez que empieza un discurso.
Orí no habla por hablar, no canta por cantar.
Orí, simplemente, embruja, atrapa.
Es un enamorado de las lenguas y, sobre todo, de su idioma materno: el hebreo.
Yo soy una enamorada de las lenguas y, sobre todo, de mi dioma materno: el castellano.
Así que fue bonito el cuadro de dos que, sin entender una palabra de lo que decía el otro, cantaban canciones y recitaban poemas en su lengua materna.
Las canciones que Orí canta son algo más que canciones. Cuando cierra los ojos, sonríe. Y da golpecitos en la mesa con los dedos, creando una percusión suave que me transporta a una tierra lejana en la que nunca estuve, pero que aparece ante mis ojos como si entendiera cada uno de los preciosos sonidos que forman la lengua hebrea. Canciones que hablan de una ventana desde donde se ve el mar azul. Canciones que hablan de alguien que conoce tan bien su corazón, que entiende cada uno de sus latidos. Canciones que hablan sobre una mesa donde hay ricas comidas y por donde pasan fugazmente las telas de las faldas de las mujeres, impregnadas del olor a especias. Todo eso dice el hebreo sin que entiendas una palabra.
Orí me explicó que el hebreo apenas si ha cambiado desde que se conocen los primeros textos. Tentación inevitable el pedirle que me recitara algo de la Biblia; quería oír cómo hablaba Jesucristo hacía dos mil años. La conoce bien. Me miraba con los ojos azules, profundos y pronunciaba suavemente palabras llenas de aire, de garganta, de arena... Noté cómo se me ponían los pelos de punta y me daban ganas de llorar. Él acababa el discurso y sonreía.
Yo también enseñé a Orí un poema de Bécquer que lo hizo suspirar, abrir los ojos con asombro y lo recitó en castellano como si lo hablase de toda la vida. Nuestros idiomas se mezclaron sentados en la mesa, bebiendo vino lentamente.
Levantando las copas, él decía "salud" y yo le respondía "lejáim".
Tradujo el poema de Bécquer al hebreo y podría parecer que había sido escrito en su idioma originariamente, tal era el ritmo y la suavidad que lo contagió cuando lo leyó.
Me lo aprendí; se asombró de mi pronunciación hebrea y me dijo que oírme le hacía estar un poco más cerca de casa.
Orí me dijo que yo tenía suerte de tener un sueño. Que no lo dejara escapar.
Me lo dijo en inglés. Y yo, que no quería ver en ese momento que estaba dejando escapar mi gran sueño, o tal vez como un modo desesperado de agarrarlo durante unos segundos, le dije a Orí que siguiera cantando en hebreo.
Y allí estaba, mirando a Orí, que tenía los ojos cerrados, cantando las canciones de su historia, mientras yo volvía a Jerusalén, a las calles polvorientas donde brillaba el Sol, donde unos niños reían y el cielo se veía muy azul, unas calles donde aún no volaban los aviones hacia Palestina, esos aviones que destrozan cada día la vida de tanta gente buena, como él dice. Esos aviones que destrozaron el corazón de Orí, a quien el dolor le impide ver Israel como algo distinto de lo que cuentan esas canciones tan, tan bellas.


(A veces, aunque sólo sea fugazmente, el viento trae una pequeña parte de un mundo que parece muy lejano, hasta que puedes tocarlo. Hasta que ves que lo que pasa "allá", pasa también, de algún modo, "aquí", cuando te lo narra un testigo. Cuando Orí me habló desde el fondo de su corazón sobre lo que ocurre en su tierra, donde él fue niño y donde sus amigos se convirtieron en sus hermanos, dejé de sentir ese mundo tan lleno de historia como algo lejano, y eso "vahaló dai bejáj" (para mí es suficiente). Dedicado a las personas como Orí, que cambian durante unas horas tu vida. Para que no muera ni un solo Orí más en esa tierra de canciones hebreas).