18.7.07

Después de tantos años nunca me importó que fuera a ella a quien dedicases todo el tiempo que pasas despierto. Al fin y al cabo es la mujer con quien vas a casarte, con quien vas a tener hijos, a quien le has ofrecido la vida que te queda. Yo preferí siempre ser la que ocupaba tu tiempo cuando soñabas.
En serio, Nunca me importó.
Pero te vieron besándola.
Y lo acepto todo. Todo... menos que la quieras.

17.7.07

pesadilla de una noche de pecado



Ella no entendía cómo aquel joven Narciso se había fijado en ella. Cuando él quiso verla por segunda vez, se sintió como una diosa, incluso llegó a pensar que tal vez sus amigos tenían razón y el problema venía directamente del cristal con que ella miraba todo. Que realmente podía tener algún atractivo, que tal vez, sólo tal vez, sus pechos eran tan imponentes como él le había dicho la primera vez. Cierto que él olía a whiskey y que la mera casualidad los había unido en esa primera cita, pero sentía que podía dominar la situación y, al fin y al cabo, él parecía loco de deseo por ella. Le encantaba ir tomando las riendas de una situación que parecía perdida, la subían al cielo las palabras sumisas de él, con aquel olor a whiskey mezclado con su perfume, sus súplicas, sus porfavores, sus ahoras, sus prisas, sus noparesahora... Realmente pensó que volvía a ser dueña de lo que podía hacer y de lo que podía negarse a hacer. A cada palabra de él, sus vasos sanguíneos (los de ella) se expandían un poco más, sus brazos se abrían un poco más, su cuello se alzaba un poco más, su espalda se enderezaba un poco más, sus besos se humedecían un poco más, sus piernas se separaban un poco más y su miedo, su moral, sus dudas se disipaban también un poco más. Y finalmente, llegó el todo...
El último beso en la puerta de su casa, donde él la llevó amablemente después del revolcón, la descolocó por completo. Después de un polvo, un simple polvo, un primer encuentro propiciado por la diosa Infortunia, no existen esos besos. Al menos ella no los conocía. Sólo sabía de rechazos "después de", de bostezos improvisados y de excusas mezcladas con sudor y cierto asco.
Así que la segunda vez que él quiso verla, ella, maravillada, aceptó. Como la Cenicienta que cambiaba los harapos por un vestido para el baile con el Príncipe, ella cambió su duda por decisión; su miedo por valor; sus complejos por virtudes; sus bragas por un tanga. Y salió a su encuentro a la hora acordada.

La recogió esta vez en otro coche, un flamante descapotable rojo donde no sonaba música, como la primera vez. No hubo beso de reecuentro, ni una sonrisa ladeada, aunque sí conservaba el olor a whiskey de la primera vez. Tampoco hubo esta vez preguntas amables acerca del destino que debía tomar el descapotable; simplemente se dirigió como en un pactado silencio hacia el picadero de la última vez. Al llegar y sin pensarlo dos veces agarró sin ningún permiso los pechos que ella pensaba que debían ser imponentes y su gesto cambió y cambió su voz: "¿éstas son las tetas de la última vez? No lo parecen". Le espetó, decepcionado. Ella ni siquiera podía recordar al día siguiente la excusa que le dio para ese cambio tan espectacular de sus "tetas", como él las llamaba sin ningún eufemismo. Pero sabía que algo débil y ridículo había salido de sus labios.

Antes de darse cuenta lo tenía encima, tocándola de otra manera, diferente esta vez: no había amagos ni tentativas a modo de "¿puedo?", sino atrevimiento, una valentía que a ella se le antojó incluso desafiante, amenazadora. "El placer no deja de ser placer", eso pensaba o quería pensar ella mientras los dedos de él le llegaban a lo más profundo, pero le recordaba al doloroso placer que se siente al sacar una aguja de la piel, o al tocar el agua después de una quemadura. "Sólo es placer"... Luego le hizo una felación en el sillón de atrás, sin música ni besos y tuvo el espejismo de que volvía a tomar las riendas de lo que ocurría, y pensó que, al menos, a él le gustaba lo que ella le hacía. No sabía si le gustaba que la llamara "profesional", mientras le sonreía; normalmente era un halago, pero no lo sentía así en ese momento. Poseída por un necesitado optimismo, pensó que si lograba sentir sólo el placer y olvidar los ojos ausentes del Narciso mientras la embestía sin piedad en una postura casi imposible, lograría deshacerse del dolor que ya sabía que le produciría al día siguiente, (¡qué día!) al segundo siguiente lo que estaba permitiendo hacer, paralizada, al Jekyll bebedor de whiskey, transformado en Hyde, mientras evitaba tocarla, mirarla. Sólo le agarraba un pecho, no sin cierta repugnancia, para recordar que estaba con una mujer, eso sí, distinta la del descapotable a la de sus pensamientos. Y al acabar, un resoplido y unas gotas de semen salpicadas encima de ella. Sin miradas cómplices, sin sonrisas, sin ni siquiera un gesto a modo de agradecimiento por haber sido la puta perfecta... Todavía con la respiración entercortada le ofreció un Kleenex para que ella misma se limpiase y simplemente el Narciso miró por la ventana del asiento de atrás del descapotable hacia otro lado.

Aunque eran las cinco de la madrugada, dieron las 12 en el reloj de la Cenicienta; y volvió a verse vestida de harapos, débil, nuevamente humillada (por él o por sí misma, no lo sabía bien entonces) y, lo peor, muda y paralizada... demasiada vergüenza para hacer o decir cualquier cosa. Y arrinconada en aquel sillón del descapotable rojo fingió tener frío y se semivistió, tapó una desnudez que la acomplejó y la hirió más que nunca porque lo que tenía desnuda realmente era al alma. Sintió el rechazo, el asco, la vergüenza del Narciso; notó en sus ojos, que miraban a otro lado, que quería marcharse, quitarla de su vista, de su cuerpo, de su recuerdo, de su coche.
Y ella sintió, con los ojos humedecidos por la vergüenza también, que ya sentía dolor y ganas de correr, y cómo de repente Narciso la olvidaba sin que ella se hubiera marchado todavía. Narciso habló, ahora totalmente ausente, de su deseo por otra mujer, una mujer guapa... una mujer que sí le importaba...Hasta ahí logró recordar ella después.

Narciso ya no estaba en el descapotable con Cenicienta.

Cenicienta tampoco.






( A las Cenicientas: Nadie puede hacernos sentir inferiores sin nuestro consentimiento)

12.7.07

pan con chocolate

Como tantos otros días, me acerqué a la báscula con miedo, resoplando, sabiendo de antemano lo que me iba a encontrar, pero con esa esperanza sin sentido de que todo puede haber cambiado mientras dormías y parte de tu cuerpo puede haberse desvanecido. Pero nunca ocurre eso. Incluso en esas rachas en las que pierdo el control de mí misma y me mato literalmente de hambre, la báscula parece reírse de mí cuando al cabo de dos semanas de comer sólo cosas verdes y cero- calóricas, me informa de que he perdido 600 ínfimos gramos y de repente, ese pantalón que creí que me sentaba un poco mejor o esa camiseta que ya no me marcaba la anatomía se vuelven lo que habían sido siempre, prendas que debían quedarse en el armario de nuevo hasta que “me sienten mejor, a ver si adelgazo”. Y vuelvo a mis chándals, que tan bien lo esconden todo, que no marcan nada. Y con la decepción de la báscula, decido vengarme de los miserables 600 gramos recuperándolos de golpe y con algunos extra. Una buena dosis de chocolate, de salados, de bebidas con azúcar… (para luego matarme de hambre en cualquier momento de mi vida en que me llevo una decepción o tengo la sensación de que lo que como es lo único que puedo controlar) Y todo vuelve a empezar. Vuelvo a comer como si fuera un niño de la posguerra, a quien el solo recuerdo del hambre lo hace comer compulsivamente para no volver a sentirla nunca más. Y se sacia, y se borra ese recuerdo. Me avergüenza la comparación porque ese niño sufrió el hambre y yo tengo la “enfermedad” (o tal vez debería ponerlo sin comillas) de la sociedad moderna, de las tontas, de las que no tienen otra cosa en la que pensar, de las que no están delgadas porque se han pasado a la buena vida, simplemente a la comodidad, el sedentarismo y el buen comer (léase “buen” por abundante, hipercalórico y demás atentados contra nuestra salud) Y mientras me como el bote grande de Pringles, las chocolatinas y me tomo la coca-cola, intento averiguar en qué momento de mi vida me pasé al bando de los que no se quieren, de los que intentan enfermarse a costa de lo que sea.

Hace unos días, en uno de mis constantes monólogos internos sobre esta manía de valorarme por lo que peso o lo que luzco (que hoy día ya ocupa gran parte de mi tiempo), me remonté a mi infancia,mi adolescencia y mi “no tan adolescencia”. Y me vi, con una piel preciosa, un cuerpecito de lo más resultón, un pelo lacio, brillante y una sonrisota constante de oreja a oreja (creo que es lo único que conservo, esa sonrisa eterna que mantengo porque sé perfectamente quién asoma por ella). Y recordé a mis amigos, a mis primos, a los que me rodeaban entonces. Éramos niños, juguetones, ingenuos, curiosos, veletas, risueños… y sobre todo, éramos comedores compulsivos de nubes, velas, flaxes, chupa-chups de Kojak, de “saldefruta”, de chiclets Bang-Bang, Bazoka (nada de Orbit sin azúcar y Xilitol), de Munchitos, de Baconcitos, de papas La Canaria, De Mars, Twix, Bounty, ambrosías “inglesas” (que las vendía el Talavera a 10 pesetas )… y ninguno de nosotros estaba gordo, ni enfermo, ni triste… Si acaso el típico gordito o gordita de la clase que, además, destacaba por ser el único. Dicen que la felicidad engorda… Pues en la época en que fuimos más felices, éramos todo cabeza y dientes, de lo delgados, rosaditos y sanos que éramos. Y mis recuerdos me transportaron a aquellas meriendas del cuartel viejo de Guía, ese sabor único que significaba siempre que el cole no se abría hasta el día siguiente y que podía bajar a jugar al patio hasta que cayera la noche. Ese sabor dulce, el sabor de la libertad, de la diversión, de las carreras, del escondite, de la FELICIDAD.

Y todo esto lo venía pensando en la guagua, mientras me tocaba cada parte de mi barriga donde había un michelín, cada parte de mi brazo que sobraba, la parte de mi cuello que no es mía… Y seguí recordando que la felicidad, definitivamente, no engorda, sino que lo que nos deforma (por dentro y por fuera) es la infelicidad, el descontento, los problemas que vienen irremediablemente con la edad, las decepciones, las preguntas sin respuesta, el futuro incierto… Y me di cuenta de que he sido una persona privilegiada desde que nací y de que por un momento, por un solo momento, me gustaría volver a aquellos días y darme cuenta, aunque fuese sólo por un rato, de que todo fue más simple, de que la felicidad se puede encontrar en las cosas más pequeñas, de que sólo por ese ratito no me iba a castigar, ni a culpar, de que sólo durante esos minutos, Natalia iba a ser Natalia, a solas consigo misma y con esa niñita que tiene hambre porque sigue siendo feliz. Decidí olvidarme de la mujer en la que me había convertido y la escuché. E hice lo que me pidió…

Y allí estaba, con 34 años, un viernes a las 3 de la tarde, en la plaza chica, con mi medio pan y mi tableta de Chocolate con Leche Tirma. Y la libertad y el amor por mí misma volvieron a existir, dejé de castigarme, de mirarme con rechazo, sonreía mientras comía sin pensar nada más que en aquel sabor único que los niños de ahora ya no disfrutan y seguía sonriendo, nostálgica y feliz.
Y toda esa maravilla duró justo… lo que dura el pan con chocolate.

(Confío en “curarme”, por la pequeña Natalia, que es la que asoma siempre en mi sonrisa)